El corazón de la Congregación vibra hoy junto al Pilar y guarda silencio, como el Ebro, para dejar que su alma agradecida vea pasar, como las aguas del río, un caudal de gracia y santidad que para esta familia brotó suave y silenciosamente un miércoles 24 de mayo de 1826, cuando dos jóvenes hermanos: Manuel María y María Eulalia Vicuña se arrodillan ante la Santísima Virgen del Pilar y allí dejaron… ¡qué sé yo! una semilla de amor filial y devoción que la Virgen regó y cuidó con mucho esmero.
En la siguiente década empezó a cumplirse el sueño: en
Madrid, el beato Ciriaco María Sancha impuso el nombre de ‘María del Pilar’ a
una de las tres primeras que vistieron el hábito porque iba a ser la primera
superiora de la casa en Zaragoza. En Zaragoza, mientras tanto, el entonces
Obispo Auxiliar, D. Antonio María Cascajares, mueve todas las piezas del puzzle
para que la primera fundación de la Congregación de Religiosas de María Inmaculada
fuera de Madrid, se llevara a cabo en la Ciudad del Pilar, y tan bien lo hizo
que Zaragoza será para siempre “la segunda Fundación del Instituto”, aunque la
presencia de las Hermanas se interrumpiera durante seis años, de 1891 a 1897.
A la Sma. Virgen del Pilar le debemos también este favor porque sé
habrá intercedido con su Smo. Hijo, y también al glorioso Santiago que antes de
recibir la grata noticia yo lo había puesto en veneración, suplicándole todos
los días que nos ayude a nuestra obra, pero le pido muy particularmente por mis
hermanas de Zaragoza y el santo me ha concedido más que lo que yo pedía, y esto
me hace cobrar una confianza grande pues correspondiendo según podamos seguirán
ayudando cada vez más[1].
Santa Vicenta María tuvo que aprender a ser Fundadora y entre
sus deberes estaba el de pasar la ‘Santa Visita’ a las casas del Instituto.
¿Por dónde podía empezar mejor que por Zaragoza, al abrigo de la Virgen del
Pilar?
Cinco años llevaba ya de andadura el nuevo Instituto y las
reglas seguían sin elaborar porque sobre la Madre Fundadora pesaban todos los
asuntos. Así las cosas se hizo obligado un alto en el camino para centrarse en
la redacción de las Reglas, y fue la Virgen del Pilar quien ofreció a Santa
Vicenta María el mejor ambiente para su tarea.
Regularmente, hay un ‘nombramiento’ por parte de los
superiores mayores para que una religiosa pueda prestar a una casa servicios de
gobierno en calidad de superiora. Del generalato de la Madre Fundadora nos ha
llegado solamente un oficio redactado y firmado por ella… tal vez no sea casual
que ese documento único sea el nombramiento de superiora de la casa de
Zaragoza.
A los pies de la Virgen del Pilar puso la Madre Fundadora
todo lo que llevaba en el corazón y ocupaba su mente, en cada una de las
ocasiones que tuvo de visitar la Santa Capilla.
El 17 de abril de 1888, cuando el Instituto tenía cuatro
casas abiertas y algunas solicitudes de fundación en curso, Santa Vicenta María
hizo un guiño de particular predilección a la Virgen del Pilar. Desde Barcelona
dirigió una carta circular a toda la Congregación fijando algunas normas «en materia de costumbres que no constan
escritas, para que se observen y tengan firmeza». El cuarto punto restringe
las salidas de casa a las visitas de
oficio, manifiesta que «no saldrán a
comercios ni diligencias de este género, y menos a ver de esprofeso las cosas
notables que pueda haber en cada población, ni aún Iglesias o santuarios,
esceptuando la Capilla de la Sma. Virgen del Pilar»[2].
En su última visita a la Virgen del Pilar, Santa Vicenta María,
consciente de que la muerte rondaba cercana, se despidió de la Virgen y regaló a
la Comunidad de Zaragoza, como en condensado testamento, lo que deseaba de sus
hijas para después de su muerte. Aquellas palabras, se grabaron a fuego en el
corazón de aquella comunidad y así las transmitieron a las sucesivas generaciones:
Les digo, desde el fondo de mi alma y con el amor más tierno de mi
corazón, que se amen las unas a las otras como Jesucristo nos amó, y como yo
las amo a todas, y con la gracia de Dios espero amarlas hasta el fin; y sepan
que no me contento con que se amen unas a otras con verdadero amor, sino que
deseo además que amen con el mismo amor a todas las almas redimidas con la
sangre de Jesucristo, y especialmente a las Colegialas, a quienes, después de
Dios y de mis Hijas, amo con el amor de la más tierna madre, y a ellas
especialmente, para gloria de Dios y para ejemplo que imitarán mis amadas
Hijas, he consagrado mis haberes y mi vida[3].
Entre las tradiciones que la Congregación fue adoptando y
transmitiendo de unas generaciones a otras, estuvo la de tener en cada una casa
un manto de la Virgen del Pilar, que cubría a las Hermanas en el momento de su
muerte. Un gesto de gratitud a esa delicadeza de la Virgen lo tuvo, sin duda,
la comunidad de Zaragoza cuando al celebrar los 125 años de su presencia en la
ciudad, regaló la Virgen del Pilar un manto azul con el escudo del Instituto.
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