Fue el día 22 de febrero de 1871, miércoles de ceniza en aquel año... la semilla empezaba a mostrar el fruto... El grupo de señoras que compartían piso con la Sirvientas acogidas en el Asilo establecido para ella en la madrileña plaza de San Miguel, obtuvieron la autorización del director espiritual P. Vicotrio Medrano SJ, para empezar a llevar un estilo de vida comunitaria según marcaban las "Reglitas provisionales" elaboradas por santa Vicenta María. Formaron aquella primera comunidad apostólica, además de santa Vicenta María, doña María Eulalia Vicuña, doña Emerenciana de la Riva, doña Celedonia Palomar, doña Juana de la Cruz Orti y Lara, doña Leoncia Pérez, Dolores Mucha Velasco.....
P. Félix Zubillaga, SJ
Vamos a esbozar algunos datos
biográficos de la fundadora de las Religiosas de María Inmaculada –supongo
conocida su vida al menos en su dimensión general- y fijarnos especialmente en
el ambiente histórico-social que acompañó la fundación.
El 22 de marzo de 1847 nace
Vicenta María en Cascante, provincia de Navarra. Sus padres don José María
López y doña María Nicolasa Vicuña ofrecen a la recién nacida la garantía más
segura de un hogar profundamente cristiano. Hija única –días antes de su
nacimiento había muerto la primogénita-, atrae las miradas y cariño de cuantos
la rodean: don Joaquín García, sacerdote, tío abuelo de la niña, doña Dominica,
hermana de sus madre, su abuela paterna, doña Antonia, y una hermana de su
padre, doña María Dolores, contribuyeron más o menos a asegurar en la niña un
arraigo de fe y piedad muy grandes
.
Sus padres, don José María y doña
María Nicolasa, abogado el primero, que en contacto con las leyes había
cultivado un temperamento más bien rectilíneo y preceptista; la segunda
femeninamente amable y condescendiente, dejando profunda huella en el carácter
de la fundadora: tenacidad e inexorabilidad en un exterior suave y
complaciente.
Cascante, población navarra,
recostada en una pequeña altura, con más de quinientas casas de buena fábrica,
ambiente aldeano y pío, ha enriquecido también el impacto ideológico y temperamental
de Vicenta María. La parroquia, dedicada a la Asunción de Nuestra Señora,
edificio de cantera rasgada, con sus tres naves amplias, la iglesia del
suprimido convento de la Victoria, las tres ermitas de San Pedro Apóstol, San
Juan y San Francisco de Asís, y sobre todo el santuario de Nuestra Señora del
Romero, vigilando en lo alto del pueblo
:
recuerdos preferentemente marianos, arraigando en el corazón de la niña el amor
por la Santísima Virgen.
Su padre, muy celoso de la pequeña
se encarga de enseñarle las primeras letras y la doctrina cristiana
.
Asoman muy pronto en Vicenta
María, que va creciendo, el amor a los pobres y un ansia, aunque infantil, de
apostolado: a niñas que reúne, de su edad, les enseña la doctrina que ella
misma va aprendiendo
.
Un episodio insólito para la
familia de don José María, humanamente intrascendente. Vicenta María, niña
todavía de siete años, va a Madrid acompañando a sus padres, pues su tía Sor
Dominica va a emitir la profesión religiosa en las Salesas de la capital.
Durante la permanencia madrileña la familia se hospeda en casa de sus
parientes, los señores de Riega
.
Este desplazamiento nos sitúa en
un período de la historia que se indica
ahora, y del que va a ser protagonista, aunque todavía inconsciente, la niña de
Cascante.
Recapitulemos algunos hechos que
nos sitúen históricamente. En 1831, María Eulalia, hija de José María Vicuña y
Echevarría y de doña Manuela García Rincón, y hermana de María Nicolasa, madre
de Vicenta María, contrae matrimonio con el Ilmo. Sr. D. Manuel de Riega, y
fijan su residencia en la capital. Allí también residía, graduado en leyes, don
Manuel María, hermano de doña María Eulalia.
Los dos hermanos, activos en el
apostolado benéfico, miembros de la Asociación de la Doctrina Cristiana, con
sede en el Hospital de San Juan de Dios, desarrollan con los asociados
desinteresada labor material y espiritual
.
La índole del citado hospital
caracterizaba la múltiple actividad de la aludida asociación. Fundado en la
segunda mitad del quinientos –nos acercamos al centro benéfico a mediados del
ochocientos-, emplazado en la calle Atocha y plaza de Antón Martín, presentaba
diez salas: seis de ellas para hombres, y cuatro para mujeres. Los hombres
–unas 103 camas- con enfermedades venéreas, cutáneas, sarna y tiña. Las mujeres
–unas 90 camas- aquejadas de los mismos males
.
Bastantes de las hospitalizadas
eran jóvenes que, venidas de los pueblos a prestar servicio en las casas, licenciadas
del trabajo, en paro forzoso y vagando por las calles, caían en manos de
quienes, con oferta de dinero, las explotaban y reducían a aquel lastimoso
estado. Obligadas a refugiarse en el hospital, perdían toda posibilidad de
trabajo, y cuando convalecientes salían de él, se hallaban sin fuerzas, sin
hogar y sin recurso alguno, ni material ni espiritual.
Esta trágica plaga moral y social
suscitó dos instituciones: el Colegio de Desamparadas, ideado y llevado a
efecto por doña Micaela Desmaisières de Dicastillo, vizcondesa de Jorbalán
(1809-1865), para cuidar a jóvenes extraviadas que se proponían abandonar la
vida de corrupción y escándalo a que antes se hubiesen entregado
;
proporcionarles la instrucción religiosa necesaria y conveniente para que,
conociendo la fealdad y enormidad de sus faltas, se dedicasen con decisión a
repararlas; darles educación y enseñanza correspondiente a su sexo y clase, o
de la que eran capaces
.
La segunda institución la habían
planeado doña María Eulalia y su hermano don Manuel María: formar un nuevo
asilo, protegido por una asociación de señoras, que se ocupase, no sólo de
acoger temporalmente a las jóvenes, actuales o futuras sirvientas, sino también
colocarlas en casas de confianza y dirigirlas siempre con sus consejos.
Posteriormente doña María Eulalia y otras señoras decidieron erigir una Casa de Caridad para recoger jóvenes
huérfanas o ausentes de sus familias, que venían a servir a la capital
proporcionándoles después colocación.
Un pequeño y humilde cuarto,
llamado familiarmente «La Casita»,
diciembre de 1853. Situado en la calle de Lucientes, concretó el ideado plan.
Habilitado con tres camas, fue ocupado inmediatamente. Locales más amplios para
el mismo fin, se fueron encontrando sucesivamente en las calles Rubio y
Humilladero.
Así comenzó a desenvolverse la
obra de las sirvientas, que acogía ya, no sólo a las convalecientes, sino
también a muchachas recién llegadas de los pueblos y a las desacomodadas, para
formarlas a todas religiosamente y en las labores del oficio que deberían
desempeñar
.
Ya en su primera venida a Madrid,
la niña de Cascante, acompañando a su tía doña María Eulalia, se puso en
contacto con estos centros benéficos y con la Casita.
El trasiego de jóvenes,
ordinariamente campesinas, que desprovistas de recursos económicos, abandonaban
su hogar y se refugiaban en las capitales en busca de algún oficio lucrativo,
era un mal endémico en la España del ochocientos.
La estructura de la propiedad
agraria dependía del colosal traspaso de fincas que tuvo lugar, principalmente
entre 1833 y 1876; debido, en gran parte, a la desamortización civil y
eclesiástica, y a la desvinculación de mayorazgos. El trasiego de bienes raíces
no benefició a los labradores, ni suscitó la aparición del campesinado
propietario, mito de los reformistas desde mediados del siglo XVIII. Al
contrario, robusteció el latifundismo peligrosamente para la economía y el
bienestar del país.
Así el latifundismo del
ochocientos se afianzó en la tierra donde tradicionalmente se habían
desarrollado las explotaciones agrarias y ganaderas de un solo dueño y
cultivadas por una legión de asalariados, jornaleros o yunteros
.
La propiedad agraria, con índice
muy elevado en el patrimonio nacional de principios del siglo XIX, comenzó
desde entonces a ceder su elevada cotización a las actividades industriales y
mercantiles y a la propiedad urbana
.
A comienzos del ochocientos la
agricultura española siente el peso de tres grandes obstáculos: la prohibición
de cultivar los baldíos; prohibición también de acotar los predios –con la
única exclusión de huertos y viñedos, decretada en 1778- y sustracción de
tierra de cultivo por la serie de leyes dictadas para favorecer la mesta. Estos
tres obstáculos y los efectos de la amortización aludida poco antes, provocaron
el aumento vertiginoso del precio de las propiedades y la disminución
progresiva de las rentas del campo, y como consecuencia el éxodo de capitales
de la agricultura, abandono de los predios, imposibilidad de introducir mejoras
en ellos, y la separación entre el propietario y el agricultor.
Aunque el año 1837 suscita una
verdadera revolución agraria y cambios radicales, fruto de las ideas políticas
de los liberales españoles y la decidida actuación de las Cortes de Cádiz de
1813, que ordenaban el cierre de quintas a perpetuidad, abolición de tasas y la
plena libertad de comercio interior; el campo sigue siendo patrimonio de los
grandes propietarios y muchos agricultores han de abandonar sus predios
.
Esto explica la aparición en
Madrid de jóvenes campesinas, buscando ocupación lucrativa.
Los factores que prevalentemente
nos interesan en este ambiente histórico y social-económico –la profesión de
Sor Dominica pasa a segundo término- son los hospitales de San Juan de Dios y
General, la Casita, erigida para jóvenes sirvientas, doña María Eulalia y su
hermano, y Vicenta María que llegada a la capital con sus padres, durante los
seis meses escasos que estuvo en Madrid, tuvo como maestro, en sustitución de
su padre, a don Manuel María y acompañaba a su tía doña María Eulalia –episodio
el más trascendental- en las visitas a los hospitales y a la Casita.
La vuelta a Cascante fue muy
dolorosa. Algo había en Madrid que Cascante, con su adustez lugareña y aún el
calor hogareño de unos padres que idolatraban a la hija, no podía dar. Los
hospitales y la Casita han trasvasado algo vivencial en el corazón de la niña,
que ella todavía no sabe explicar.
Cascante con sus padres,
parientes, iglesias y santuarios, y actividad benéfica y apostólica sigue
siendo para Vicenta María un impacto emotivo de vida cristiana y devocional.
La familia López Vicuña que
considera ya Madrid no tan distante de Cascante como antes, deseando dar a
Vicenta María instrucción superior a la primaria, y formación cultural y social
más selecta, deciden enviarla a Madrid. Sin necesidad de ingresarla en ningún
colegio, sus tíos le buscarían maestros aptos para su educación.
Ya en Madrid, Vicenta María, que
tiene diez años, inducida a ello por su tía, escoge como su director espiritual
un jesuita –sus posteriores guías serán siempre jesuitas-, el P. Juan Cabañero,
Superior de la residencia de la calle del Olivar.
Fueron años de disciplina escolar
más bien austera, con apretado horario de estudio y ocupaciones: francés,
piano, lectura, y al mediodía Misa y paseo. Frecuentes también las visitas a
los Hospitales de San Juan de Dios y la Princesa –en éste último Vicenta María
tomó a su cargo una sala de niños para enseñarles el Catecismo-; pero sobre
todo a la casa de las sirvientas, donde en 1858 ya ayudaba en las Escuela
dominical, y en mayo de 1859 acompañaba al armonio los cánticos y letrillas del
Mes de María.
Después de las vacaciones de
aquel año 1859, ingresa como externa –aunque reservado sólo para las de aquella
nación- en el colegio de San Luis de los Franceses, en el que pudo
perfeccionarse en el francés
.
Vicenta María va creciendo en
años –ha cumplido doce- con el consiguiente proceso evolutivo fisiológico,
temperamental, sicológico y espiritual. Las Instituciones benéficas en las que
colabora, las mira con intuición más indagadora que responsable.
La Casita, fundada en 1853,
insuficiente para satisfacer el progresivo aumento de peticiones, ya en los
primeros tres años se ha ido trasladando a locales más capaces. Doña María
Eulalia, impotente por sí sola para atender a la problemática económica,
asistencial y espiritual que en ella se va creando, elige una rectora seglar de
toda confianza que desempeñe el cargo por dos años
.
Eran sólo soluciones de
emergencia que no podían bastar. Y así, con el fin de asegurar la permanencia
de la Institución, recurren primero a las Hijas de la Caridad
, posteriormente
a las Carmelitas de la Caridad; pero se comprobó en la práctica, que la obra no
rimaba con los fines de ninguno de los dos Institutos, y así continuó
sustancialmente y también en sus estructuras, inalterable, esperando alguna
persona que la pusiera definitivamente a salvo.
La inicial Casita, ampliada ya,
se había trasladado de la calle de la Villa a otro piso de la calle de
Cañizares, número 14
.
Vicenta María alterna sus largas
permanencias en Madrid con fugaces viajes a Cascante. Sigue estudiando francés
y piano, y cultiva también la pintura. Ha cumplido 15 años. Las interrupciones
de la tarea cultural se las llevan los hospitales y las sirvientas. Su
juventud, aunque llena de vitalidad, va orientándose a una madurez ascética
más bien rigurosa. Los libros de su predilección son los espirituales y se
insinúa en su alma una inquietud escrupulosa por faltas o pecados que ha podido
cometer sin conocerlos. Esa timidez espiritual rayana no pocas veces en la
ansiedad y escrúpulo, la acompañó, acaso no muy favorablemente, durante toda su
vida.
La Cascantina ha terminado su
formación escolar y sus padres la reclaman. Los de Madrid alegan también
derechos, y llegan a un convenio pacificador a las dos partes: de junio a octubre,
Vicenta María vivirá con sus padres, y el resto del tiempo en la capital.
En los dos ambientes prosigue
Vicenta María el ritmo de su actividad eficiente y benéfica. En Cascante –dato
sintomático- erige y promueve escuela dominical para las jóvenes.
Ahora, más que nunca, la familia
cascantina quiere conocer planes futuros que puede abrigar su hija; pero casi
no se atreven a aventurar ninguna pregunta en ese sector, temerosos de alguna
respuesta que los desconcierte. Doña Fernanda Tenreiro avanza propuestas
concretas de matrimonio, que hubiesen podido satisfacer aún a paladares muy
exquisitos. La respuesta es contundente, sin titubeos:
«Tía, ni con un rey ni con un santo».
Vicenta María obviamente no se
había extrañado ante la propuesta matrimonial. Había deliberado y reflexionado,
sin duda alguna, sobre esa posibilidad; pero la había excluido decididamente.
Más aún, en Madrid mismo, con licencia de su director espiritual, el 30 de mayo
de 1866 hace voto de castidad y la promesa de afiliarse a una Orden o Instituto
dedicado preferentemente a dar culto a la Santísima Virgen
.
En la problemática de escoger
entre Instituto de vida contemplativa o activa, se inclinaba a los primeros.
Pero, ya en su interior siente algo que casi la subyuga. Son tan extraordinariamente
convincentes las necesidades de esas chicas que se han apropiado gran parte de
su labor benéfica madrileña y le han conquistado el corazón.
Por otra parte, sus tíos de
Madrid y el Padre Medrano, su director espiritual, han lanzado la idea de una
fundación para esas chicas
.
Llega la hora de las decisiones
finales. Pero no es ella la que la de proferir la última palabra.
Los Ejercicios de San Ignacio,
como respuesta divina a ese interrogatorio que en estos momentos bien se puede
llamar histórico, los consideran todos sobre manera oportunos. Obtienen permiso
del Obispo Auxiliar de Madrid para que Vicenta María los pueda hacer, alejada
de todo contacto humano, dentro del Monasterio de las Salesas. El mismo
convento, que páginas más arriba indicábamos, pasaba entonces a segundo término
en la vida de Vicenta María, adquiere ahora notable relieve. Las religiosas la
reciben casi como candidata a su Orden.
Se recogió al claustro del 4 de
marzo de 1868 e hizo los Ejercicios bajo la dirección del P. Luis Pérez SJ.
Oración y reflexión fueron continuas e intensas.
Una página autógrafa de la joven
de Cascante, con dos apartados:
salesas
y
fundación, sintetizó el resultado
de sus principales deliberaciones y resoluciones. En cada uno de los dos
apartados añadió la ejercitante las
ventajas
e
inconvenientes que vio en seguir
las indicadas vías. En ninguna de las dos encontró inconveniente alguno.
Sugestivas e interesantes las ventajas que extendió en favor de la fundación o
de las chicas:
«Gloria de Dios más
palpable. Más pobreza. Más mortificación de mis naturales inclinaciones. Mucho
peligro de sufrir desprecios. ¡Cuántos lo vituperarán!
Continuo esfuerzo. Continuo sacrificio. Necesidad de la época». Esta
determinación irrevocable se la dio a conocer la misma Vicenta María a su tía
Sor Dominica:
«Alegrémonos en Dios, tía
que es quien lo ha querido y por quien hemos de quererlo también nosotras: Las chicas han triunfado».
El carisma, don que el Espíritu
Santo reparte entre los fieles de cualquier condición «distribuyendo a casa uno
según quiere»
,
con el cual les hace aptos y prontos para ejercer diversas obras y deberes que
sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia
, que se
iba insinuando en los años precedentes, en el corazón de Vicenta María, ha
tenido en los Ejercicios su manifestación más esplendente:
las chicas han triunfado. La Casita ha ido creando en el alma de la
joven de Cascante ese impacto sobrenatural, carisma del Espíritu Santo.
La incipiente fundadora desde
este momento es vivencialmente consciente y responsable de ese carisma, que se
irá manifestando y concretando todavía más y más. Ante la oposición que prevé
se la han de hacer sus padres, para la ejecución de ideales que para ella son
ineludible llamamiento divino, adopta una posición clara y definida, en carta
que escribe a su padre tres meses después de finalizados los Ejercicios, 16 de
junio de 1868:
«Papá: Muy
sensible me es disgustar a V. volviendo a tratar del asunto que a V. más
desagrada, y a mí más me interesa; pero creo mi deber hacerlo.
»En la carta
primera que V. escribió, después de haber recibido la mía, en la que le
manifesté mi resolución, dice V. que yo aspiro a una cosa que no existe, que
quiero abrazar un Instituto que está por formar, y parece que conceptúa V. que
la empresa a que quiero dedicarme no es hasta ahora sino un proyecto, el cual
se realizará o no; más no es así.
»Respecto a la
idea que indiqué a V. de establecer una Corporación de Sras., para llevar la
Obra adelante es V. muy dueño de juzgar tal plan irrealizable, temerario y del
modo que le plazca, por ser una cosa que está por hacer. Sin embargo, si yo
tratara de defender la posibilidad de que esto llegue a realizarse, recurriría
a la historia de la mayor parte de las fundaciones, cuyos principios admiran
por no parecer conducentes a lo que luego han llegado a ser. Pero prescindamos
de lo que pende del porvenir y vamos al terreno práctico y positivo; no hablemos
de proyectos sino de lo que en el día se practica.
»Se aproximan a
ciento las muchachas que tenemos bajo nuestra dirección; estas criaturas viven
en una Corte, donde todo es corrupción, rodeadas de lazos por todas partes, sin
tener quien las avise y desvíe de los principios que a cada paso encuentran,
pues ¡cuánto bien no resulta de acoger estas muchachas en sus desacomodos,
instruirlas, entretenerlas en los días festivos y cuidar, en fin, de que vivan
cristianamente! Pues todo esto se está haciendo, no es un proyecto, no es
ilusión, no es cosa que no existe.
»Yo no puedo
responder, aunque tengo posibilidades, de que esto llegue a ser religión –entra de lleno en la dimensión
carismática-. A mí lo que me toca es
corresponder al llamamiento de Dios que consiste en ocuparme mientras viva en hacer esos
oficios con las pobres sirvientas.
»V. dice que no
entiende tal llamamiento por tratarse de una cosa nula, porque nulo es lo que
no existe. Más con lo que llevo dicho debe V. quedar convencido de que efectivamente
existe, y en el día estoy practicando todo aquello que pide mi vocación.
»Así, pues, yo no
tengo necesidad de esperar, como V. quiere, a que se formen las Constituciones.
Tengo formada la institución, que es lo que a mí me importa, y me encuentro colocada
en un centro desde donde puedo perfectamente corresponder a la inspiración de
Dios. Así que para seguirle me basta estar en esta casa y dedicarme con todas
las facultades de cuerpo y alma, sin necesitar para ello Instituto aprobado,
como V. pretende.
»También añadiré
que es muy de esperar venga a parar en eso porque, para dar estabilidad a las
cosas, precisas son las corporaciones, a fin de que la institución no muera,
aunque las individuas falten. Mas siempre vuelvo a mi tema, que lo que a mí me incumbe
es dedicarme a la obra con mi persona, y lo que venga después, lo veremos».
Hasta ahora eran acaso inéditos para su padre,
este casi desenfado y libertad de espíritu de su hija, fruto de las resoluciones
que tiene tomadas de seguir inexorablemente la voluntad de Dios. Esta energía
de Vicenta María, temperada siempre con actitud suave y amable es
característica de su temperamento espiritual.
Documentar la oposición sistemática que
durante años hizo don José María a su hija para disuadirla de su consagración a
las sirvientas,
y la actitud inconmovible, respetuosa y obediente siempre a sus padres, para
no desviarse ni un ápice de su vocación carismática: «a mí lo que me toca es corresponder al llamamiento de Dios, que
consiste en ocuparme mientras viva en hacer esos oficios con las pobres
sirvientas», lo consideramos periférico a nuestro tema principal de
presentar las dimensiones del carisma de Vicenta María.
Antes de seguir adelante, recojamos esta
circunstancia que ha hecho resaltar la Fundadora en ciernes, en la carta su
padre, anteriormente citada: «Estas
criaturas viven en una corte donde todo es corrupción, rodeadas de lazos por
todas partes, sin tener quien las avise y desvíe de los precipicios que a cada
paso encuentran. Pues, cuánto bien no resulta de acoger a estas muchachas en
sus desacomodos, instruirlas y entretenerlas en los días festivos, y cuidar en
fin de que vivan cristianamente. Puesto todo esto se está haciendo. No es
proyecto, no es ilusión, no es cosa que no existe».
Anteriormente nos hemos asomado a la
corrupción madrileña de que habla Vicenta María, a través de las salas del
Hospital de San Juan de Dios. Vamos a intuir ahora la parte constructiva de la
obra a la cual se siente divinamente llamada la decidida joven.
Librar de peligros a las chicas y hacer que
vivan cristianamente es ideal que aparece muy claro en su carisma. La génesis y
desenvolvimiento de él se evidencia en los documentos que va extendiendo para
la obra que podemos ya llamar suya.
En unas Constituciones que redactó casi a
raíz de los Ejercicios de 1868,
concretando el «fin principal de este Instituto» dice:
«El fin de todas las Señoras que a él se agreguen será la perfección
propia y el provecho de las almas. Su objeto la moralización del servicio
doméstico, acogiendo a las jóvenes desacomodadas, para librarlas de los
peligros a que se hallan expuestas, instruirlas en la Doctrina Cristiana y sus respectivos
deberes, colocarlas en casas de confianza y velar después sobre ellas
visitándolas donde se hallen sirviendo, obligándolas a la constante asistencia
a la escuela dominical y procurando que frecuenten los Sacramentos, a fin todo
de que lleven una vida verdaderamente cristiana».
Indica también los medios
específicos para conseguir la «moralización del servicio doméstico», fin
principal del Instituto
.
Páginas más adelante, aclarando
el «blanco y fin principal» de la institución afirma:
«El fin principal
de las Hermanas es ocuparse con toda diligencia y cuidado, mediante Nuestro
Señor, no tan sólo de mirar por su propia perfección, sino, con el mismo fervor
y gracia, en procurar la salvación y perfección de las almas. Para cumplir con
esta misión, tiene por único objeto la moralización del servicio doméstico, lo
cual ofrece un vastísimo campo donde trabajar por la gloria de Dios, pues no
sólo reporta el bien de las sirvientas que dirijan y protejan, sino con los
mismos medios necesarios para ello, se introducen en las familias, derramando
buena doctrina y procurando traer a todos a Dios».
Más ampliamente precisa el fin del Instituto
el «Reglamento de los asilos para sirvientas de la congregación de Hermanas del
servicio doméstico», «Art. 1. Las jóvenes que hayan de acogerse en
estos asilos desacomodadas o procedentes de los hospitales, deberán ser
huérfanas o ausentes de sus familias y hallarse en la edad de 14 a 30 años sin
perjuicio de que en casos extraordinarios pueda resolver otra cosa la Superiora
de la casa».
Mucho mayor es todavía la insistencia de
Vicenta María –dentro de la dimensión del fin peculiar del Instituto- en los
recursos principalmente espirituales con los que quiere enriquecer a la
acogida:
«Ninguna
de las jóvenes que ingrese en la casa sea colocada sin haberse confesado y
recibido la Sagrada Comunión y siempre que se pueda particularmente cuando
entran por primera vez se las preparara para hacer confesión general por medio
de algunos días de ejercicios cuyo medio es eficacísimo para que reformen
sus costumbres y emprendan una nueva vida. Se procurará que cuando estén
sirviendo no dejen de confesarse cada mes celebrándose en el año dos Comuniones
generales, una en Mayo y otra en la fiesta de la Inmaculada Concepción».
«Permanecerán –leemos
en el art. 8º del Reglamento citado- en
la casa el tiempo que la Superiora o Prefecta general según sus órdenes
determinen, y después se las volverá a colocar en casas de confianza; este
punto es muy delicado y debe ponerse gran cuidado en hacerlo con acierto. En
cuanto sea posible se procurara que las familias sean conocidas para asegurar
la moralidad y buen ejemplo que se necesita para que las muchachas perseveren
en las máximas que se les inculcan. Se preferirán en todo caso casas donde no
haya criado ni personas jóvenes de diferente sexo ya que por ser cosa tan común
no puede prescindirse de ello que sería lo mejor. Asimismo se excluirán las
casas donde se exija que vayan a la fuente o al río y también las casas de
huéspedes y aquellas en que el tiempo de la salida o recreo se lo concedan por
la noche».
Reflejan igualmente
casi una preocupación ansiosa por la formación espiritual de la chica, los
artículos 9 y 10 del mismo Reglamento.
Más aún, en un cotejo de valores, podemos
asegurar que del binomio sirvienta-formación
espiritual, Vicenta María prefiere con mucho el segundo elemento al
primero. Lo dice categóricamente en el art. 11 del Reglamento, que estamos
recorriendo: «Conviene más tener menor número y que cumplan bien sus deberes de
sirvientas y acogidas que muchas que no llenen unos ni otros, cuyo ejemplo
daña mucho, redunda en descrédito de la Casa y retrae no tan solo a los amos
que necesitan sirvienta sino lo que es mucho peor a las sirvientas mismas
que algún día pudieran afiliarse y recibir gran provecho para sus almas».
Los muchos medios y
precauciones que prescribe la fundadora para asegurar la moralidad y ascética
de la sirvienta, ponen también de manifiesto esta empeño prevalente de la
fundadora por la formación espiritual.
Que las sirvientas entren especialmente en el
carisma de Vicenta María no hay fundamento alguno para ponerlo en duda. Más
problemático se nos hace el interrogante al que queremos responder
documentalmente y cuya solución consideramos vital para las Religiosas de María
Inmaculada: ¿el carisma de la fundadora está vinculado sólo a las sirvientas o
encierra dimensión mucho más amplia?
Oportunamente advierte el Concilio Vaticano
II, en su decreto «Prefecte Caritatis», nº 2: «La adecuada renovación de la vida religiosa comprende a la vez, un
retorno constante a las fuentes de toda vida cristiana, y a la primigenia
inspiración de los Institutos y una adaptación de éstos a las cambiadas
condiciones de los tiempos».
Y añade en seguida: «Cede en bien mismo de la Iglesia que los Institutos tengan su carácter
y función particular. Por lo tanto, reconózcanse y manténganse fielmente el
espíritu y propósitos de los fundadores, así como las sanas tradiciones, todo
lo cual constituye el patrimonio de cada instituto».
La primigenia inspiración del Instituto de
Religiosas de María Inmaculada, históricamente está muy clara y la hemos
señalado en este estudio: la joven privada de recursos necesarios, que abandona
su casa y se traslada a la ciudad para ocuparse en el servicio doméstico, y
desempeña su oficio asediada de grandes peligros para su alma. Vicenta María
crea una institución para librarla del peligro y formarla cristianamente.
Sabemos también que Vicenta María encuentra a
la sirvientas en las visitas que hace con su tía doña María Eulalia a los
hospitales, y concretamente al de San Juan de Dios: allí estaba hospitalizada
la sirvientas víctima de enfermedad, contraída no pocas veces como efecto del
vicio, al que le arrastra su necesidad pecuniaria o la lejanía de la casa
paterna o la falta de trabajo, por licenciamiento o enfermedad.
Ahora bien, a nadie que conozca aun
superficialmente la historia socio-económica de la España del ochocientos, y
más específicamente la de Madrid de aquella época, le podrá extrañar el
encuentro de Vicenta María con la trabajadora del servicio doméstico y no con operaria
de otra índole.
Pues, aunque en España esa centuria
ochocentesca es el siglo del carbón, del hierro y del acero, y el inicio de la
industria siderúrgica, la mujer todavía no tenía ningún acceso a ella. Por otra
parte la industria textil, la primera actividad industrial española a lo largo
de aquel siglo, no sólo por tradición, sino por manejo de capitales e
irradiación comercial, y que se caracterizó por la supervivencia de la
artesanía y la escasísima concentración industrial, aunque admitía la mano de
obra de la mujer, en el período cronológico en que nos encontramos, la
mencionada industria se había desarrollado principal y casi exclusivamente en
Cataluña
y el Madrid el siglo XIX la desconocía.
Así –adoptando la nomenclatura hodierna-
hemos de decir que la sirvienta es la obligada trabajadora que pudo encontrar
Vicenta María. La vizcondesa de Jorbalán halló otra joven, que coaccionada por
fin lucrativo, se ha empeñado en un trabajo moralmente deletéreo, pero que
arrepentida quiere alejarse del insano mal.
Previas estas condiciones, si queremos
afrontar directamente el problema carismático del Instituto de Religiosas de
María Inmaculada, hemos de preguntarnos: ¿el servicio doméstico era el elemento
esencial de la joven cuya renovación e institución cristiana quiere Vicente
María?
La misma fundadora nos proporciona la clave
de la solución. Aunque en las Constituciones escritas después de los Ejercicios
de 1868 –lo hemos hecho notar anteriormente- pone como fin específico del
instituto la «moralización del servicio
doméstico», dice en el Reglamento, citado también párrafos más arriba: «Art. 1.
Las jóvenes que hayan de acogerse en estos asilos desacomodadas o procedentes
de los hospitales, deberán ser huérfanas o ausentes de sus familias».
Análogamente en la «Instrucción para las acogidas del colegio
de sirvientas», entre las «condiciones para la admisión», exige: «Ha de hallarse en la edad de 15 a 30 años,
ser huérfana o ausente de su familia, o bien no poder ésta cuidar de ella en
sus desacomodos, ser útil para el trabajo corporal», añade después otro
elemento que consideraremos más adelante: «y
con disposición de someterse al reglamento de la casa y a cuanto se le ordene
por la Hermanas o Madres».
Por tanto, la
protagonista que decidió a Vicenta María a la fundación fue la joven obligada a
un trabajo honesto y lucrativo, y privada, antes o después de él, de familia
que pueda cuidar de ella. Ese empleo para una joven en el período cronológico
en que Vicenta María comenzó a poner las bases del Instituto, y aún mucho
después no podía ser otro que el servicio doméstico. Esa misma joven en las
mismas circunstancias en las que se acercó a ella la fundadora, no sirvienta
sino empleada en otro oficio honesto y lucrativo –hablaremos de ella párrafos
más adelante- se enmarca plenamente, podemos asegurarlo con fundamento
irrebatible, en los ideales carismáticos y apostólicos de la heroína de
Cascante.
A esta misma conclusión
llegamos –análogo razonamiento lo hemos hecho anteriormente- considerando los medios
y factores que va ideando la fundadora para preservar a la joven de los
peligros que puede encontrar en su oficio y cimentarla seguramente en la vida
cristiana y en la virtud: frecuencia de Sacramentos, devoción a la Stma. Virgen,
Congregaciones Marianas. No le interesaba el número de las chicas –lo hemos
señalado párrafos más arriba- sino que cumplan bien sus deberes de sirvientas y
acogidas.
Quiere también
solvencia moral en las familias donde se colocan las chicas, y que «se advierta a las señoras las condiciones
con las que deben recibir a las jóvenes procedentes de esta casa, a saber, que
han de cumplir con los deberes del cristiano»;
y aunque se recurra al castigo cuando los desacomodos son frecuentes por culpa
de la chica, y era muy importante –insiste Vicenta María- hacerles comprender
que no han de hallar «apoyo cuando
prevalidas de tener donde refugiarse, son inconstantes en las casas y no sufren
lo que deben».
Se castigarán también
–puntualiza la fundadora- «las faltas de
asistencia en los días festivos, por ser cosa de mucha trascendencia, y la
reincidencia en este punto debe ser motivo bastante para perder el derecho a la
casa hasta que den pruebas de enmienda».
Idea también estímulos
de tipo ascético para animar a las chicas más y más a la virtud.
Antes de admitir a las chicas en el colegio y colocarlas exige «informes detallados de personas que las
conozcan»; y
antes de colocarlas, sobre todo por primera vez, confesión y comunión con
preparación de algunos días de Ejercicios, medio eficacísimo para reforma de
costumbres y principios de nueva vida.
Podríamos fácilmente
aducir otros muchos testimonios en los que aparece evidente que el deseo
principal e insustituible de la fundadora es formar espiritualmente a la chica
y afianzarla en una vida cristiana firme, prescindiendo del trabajo concreto en
que pueda ocuparse, siempre que sea honesto.
Otro elemento básico en
la fundación de que hablamos es la chica, obligada a ese trabajo honesto y
lucrativo, pero sin familia o que, teniéndola, esté ausente de ella o no pueda
proporcionarle los medios de defensa moral y formación cristiana necesarios.
La chica que en la
segunda mitad del ochocientos suscitó la fundación de Vicenta María –lo hemos
indicado ya- no tenía otra posibilidad de trabajo extra familiar honesto sino
el servicio doméstico. La joven de hoy, igual bajo múltiples aspectos
económicos y familiares a la chica de entonces, que busca trabajo honesto con
mayores posibilidades que en aquella centuria, lejos de su hogar y expuesta a
no pocos peligros morales, hubiera atraído igualmente las predilecciones de la
fundadora cascantina. También éstas –expresándonos eclesialmente- entran
incondicionalmente en el carisma de la fundadora. Las circunstancias laborales
actuales han podido cambiar y modificarse; pero queda intacto en ellas el ideal
añorado por Vicenta María.
Sobre todo en estos
últimos cincuenta años se ha podido hablar de irrupción masiva de las mujeres en las actividades económicas extra
familiares, con propensión heterogénea al trabajo según su nivel cultural,
económico, y según la profesión del marido en las mujeres casadas.
El trabajo femenino que
en los años anteriores se había limitado a las labores rurales intrafamiliares
o actividades típicamente femeninas (maestras, enfermeras, modistas,
telefonistas…), se hace ya desear en las funciones de progresiva
especialización que requieren cualidades de inteligencia, sensibilidad, trato, apariencias
más frecuentes en la mujer que en el hombre, o que son comunes a ambos sexos.
Factores históricos,
demográficos, técnico-económicos y sociales han podido influir en esa
promiscuidad laboral.
La escasez de mano de
obra masculina, producida por las dos últimas guerras mundiales –aludimos a los
factores históricos- fue sustituida por mano de obra femenina. Y aunque las
posguerras reanudaron parcialmente la anterior situación laboral, el porcentaje
de población femenina activa siguió teniendo representación considerable.
El descenso de
natalidad existente en Europa desde principio del siglo XX –entramos en el
sector demográfico-; y el envejecimiento de la población por el aumento de
duración media de la vida y de la edad de escolarización media, han favorecido
notablemente el trabajo femenino extra familiar.
La exigencia de energía
física menor en los empleos –consideramos los factores técnicos-económicos-; el
ahorro de fuerzas y de tiempo en las labores hogareñas, por los muchos avances
técnicos aplicados a ellas, y el descenso proporcional de la población activa
en la agricultura, permiten a las mujeres participación más numerosa en la
industria, y más aún en los sectores sanitario, de oficina y de servicios.
La opción reconocida
por todos, de la mujer a instrucción más elevada –indicamos algunos factores
sociales-, la campaña feminista que siempre va ganando terreno, el derecho del
voto femenino, la conciencia y responsabilidad profesionales demostradas
evidentemente por la mujer de hoy, le conceden también derechos incontrovertibles.
Esta participación
activa femenina, sobre todo en los tres grandes sectores de la producción:
agricultura, industria y servicios, aún con sus consiguientes oscilaciones de
crecimiento y disminución, ha conservado siempre su pleno derecho de ciudadanía.
La incorporación al
trabajo de la mujer, como resultado de la prolongación general del periodo de
enseñanza obligatoria o media, tiende a ser cada vez más tardía.
Alrededor de los 20
años es la edad más generalizada de la mujer trabajadora, de manera que en que
los países desarrollados, durante el período indicado, más del 50% de las
mujeres trabajan. Esa cifra desciende bruscamente a partir de los 25 y sigue su
descenso progresivo hasta los 35, en los que se estabiliza.
A partir de esa edad,
que coincide con la terminación de la época de gestación y crianza para la
mayoría de las mujeres, los porcentajes de actividad vuelven a aumentar, aunque
nunca superior al 50%.
En España también,
sobre todo últimamente, como efecto del aumento de jóvenes escolarizadas,
disminuye el número de trabajadoras desde los 14 años para abajo.
Las mujeres –señalamos
las principales características del trabajo femenino- ocupan ordinariamente
puestos que no requieren cualificación profesional, ni comprensión mecánica ni
iniciativa. Su trabajo es manual y rara vez manejan máquinas costosas. Se las
ve en puestos de montaje, en ciclos cortos y de carácter repetidos, que no
necesitan desplazamientos ni dentro ni fuera del taller, pero que exigen ritmo
rápido. En equipos mixtos, sus puestos son casi siempre subordinados.
El porcentaje de
mujeres no cualificadas en la industria, en los empleos y en el sector de
servicios es extraordinariamente alto.
Concretando parcialmente en cifras, algunas de las consideraciones
hechas anteriormente, indicamos a guisa de ejemplo, la participación de la mano
de obra femenina en España, en los sectores de producción, el año 1970: en la agricultura el 20% -el indicado
porcentaje es con relación al porcentaje activo en general-; en la minería el 2%; en las industrias fabriles el 25%; en la construcción el 2%; en electricidad, agua y gas el 5%; en comercio
el 35% en transportes el 7%; en servicios el 45%.
Esa mujer activa del
periodo en que vivimos, histórica, ambiental y socialmente se encuentra en las
mismas circunstancias que la chica de servicio que atrajo con dimensión
apostólica, social e institucional las miradas de Vicenta María, y suscitó después
el Instituto de Religiosas de María Inmaculada.
Observamos
tangencialmente que proporcionar a esa joven, además de formación moral, otra
cultural, conforme al ambiente en el que ha de actuar, no sólo no es contrario
al carisma de la fundación de las Religiosas de María Inmaculada y a los
ideales de la fundadora, sino muy acorde con ellos.
Las consideraciones que
hagamos en esta dimensión han de partir de una realidad histórica: el ambiente
de ilustración española del siglo XIX, y sobre todo el nivel cultural en el que
podía encontrarse la chica que suscitó la fundación de Vicenta María.
Si la mujer aún de clase
más elevada –por la discriminación social existente ente el hombre y ella en el
ochocientos y muchos años después- quedaba ausente de los estudios
universitarios más científicos, y aun de los profesionales, pues se la
consideraba casi únicamente ama de casa, la de clase menos elevada había de
contentarse con una dosis cultural y literaria bastante limitada, y mucho más
aun la campesina, condenada no pocas veces al analfabetismo.
Ahora bien, las
aspiraciones docentes de Vicenta María para la chica colegiala, que
frecuentemente no sabía leer ni escribir –se ve estoy muy claro en las
secciones que puso ella misma para las clases- eran no pequeñas. Así en la
«distribución del tiempo» señala una hora para la «lectura de catecismo
explicado» -era el catecismo explicado de Mazo, autor clásico y de competencia
teológica nada vulgar- y media hora también para la lectura del Año Cristiano.
Sin duda ninguna, estas horas bien aprovechadas, familiarizaban a la chica con
los principios y verdades más fundamentales de la vida cristiana.
Recomienda también la
fundadora en las «Reglas generales», refiriéndose a las clases de las alumnas: «Pondrán cuanto esté de su parte para
instruirse todo lo posible, y principalmente en doctrina cristiana».
Elemento positivo para
la formación cultural era también la lectura que se tenía ordinariamente en la
comida y cena.
Aún los días festivos
había por la tarde clase para las colegialas y las colocadas.
Y esta clase era sistemática y graduada, a comenzar desde las analfabetas,
condición, como hemos indicado, muy extendida entre estas jóvenes en la época
de la fundación del mencionado Instituto.
«Por la mañana –dosis
prescrita para las colegialas- se leerá
uno o dos capítulos del catecismo explicado de mazo, y el Año Cristiano por la
tarde».
«Por
la tarde darán las lecciones de doctrina, lectura y escritura, siguiendo el
orden establecido para la escuela dominical».
«Procurarán –citamos
de la instrucción para las acogidas
el apartado en el colegio- aprovecharse del tiempo que se hallen
desacomodadas para instruirse sólidamente en doctrina cristiana, en el modo de
recibir debidamente los santos Sacramentos de confesión y comunión, así como
todas las demás cosas que les enseñen para conducirse bien en las casas donde
se coloquen y ser más útiles para el desempeño de las labores propias de su
condición».
Este principio
enunciado por la fundadora de formar cultural y religiosamente a las chicas «para conducirse bien en las casas donde se
coloque y ser más útiles para el desempeño de las labores propias de su
condición» abre sugerentes perspectivas para la formación de la chica. Por
una parte, secundar las aspiraciones de las jóvenes, animarlas y ayudarlas a
adquirir un saber y consciente responsabilidad que les facilite el logro de sus
empeños laborales, y aún se vayan abriendo campo profesionalmente en los
empleos activos correspondientes a su categoría y posibilidades, rima
perfectamente con el plan institucional de la fundadora.
Y mucho más afianzarlas
con principios morales que las pueden mantener firmes en su integridad
cristiana. Formación religiosa a nivel filosófico y teológico, considerables,
si ha sido necesaria en todos los tiempos, lo es actualmente de manera
peculiar. Enseñanzas y doctrinas de subversión social, materialistas,
antirreligiosas y aún ateas están al alcance de todos los ambientes, y para ver
y entender su alcance deletéreo y destructor, se hace indispensable una base
doctrinal, filosófica y teológica.
Imprescindible también
en la dimensión apostólica de la fundadora: a las jóvenes que, según ella «viven en una corte donde todo es
corrupción, rodeadas de lazos por todas partes», fundarlas sólidamente con
los medios recomendados por ella misma: frecuencia de sacramentos, Ejercicios
espirituales, oración, devoción a la Santísima Virgen, Congregaciones marianas,
para que «vivan cristianamente».