jueves, 30 de noviembre de 2017

140º Aniversario

María Eulalia Vicuña y García, viuda de Riega... “una mujer fuerte”
Ciento cuarenta años de su muerte... Y tanto para agradecer... desde aquel 30 de noviembre de 1877 y... desde mucho antes...
D. Juan Manuel Orti y Lara dejó que el corazón dictara a la pluma lo que la imprenta recogió en las páginas de La Ciencia Cristiana y El Siglo futuro. Nosotros lo recogemos hoy de unos recortes de periódicos que conservan los Archivos de la Congregación, porque... no se puede decir mejor y... porque sentimos que es un deber de gratitud recordar para agradecer...

“una mujer fuerte”
Hace pocos días, el domingo primero de Adviento, a las dos de la tarde, de la casa núm. 7 de la calle de la Bola, vimos salir un modesto féretro, en que iban conducidos en hombros al cementerio general de la puerta de Toledo los restos mortales de una señora que había fallecido en viernes anterior. Iban delante en el entierro, revestidos de los ornamentos sagrados y haciendo su piadoso oficio, los Sacerdotes de la parroquia de San Martín, y detrás algunos amigos de la finada, Clérigos y seglares, y un cortejo notable de mujeres jóvenes, de la humilde clase del pueblo, todos a pie, rezando las oraciones ordinarias hasta el lugar destinado a recibir aquellos honrados restos.
En todas las calles del tránsito y hasta en el campo, después de pasar el entierro por la puerta de Toledo, llamaba justamente la atención aquella ceremonia, hoy desgraciadamente inusitada por lo verdaderamente cristiana, preguntándose muchos quién sería la persona que llevaba tras sí aquel ejemplar acompañamiento. Pero lo que no pudieron ver los que veían pasar el entierro, fue la escena final de él, o sea el acto de despedirse aquellas pobres jóvenes de la que debió ser sin duda su bienhechora; escena sobre manera elocuente en medio de su sencillez, porque en aquel punto el dolor hasta entonces comprimido en el pecho, halló su más fiel expresión en el llanto y en los gemidos, que harto testifican el íntimo afecto de amor y gratitud de que estaban poseídas. ¿Quién era, pues, aquella mujer singular, cuyas honras y alabanzas magníficas así hacían, sin saberlo, aquellas doncellas desoladas? Era la señora doña María Eulalia Vicuña de Riega, iniciadora de la congregación de Hermanas del servicio doméstico. Las que seguían su féretro, y se despedían llorando de sus restos, eran las huérfanas y sirvientas acogidas en su casa, en quienes vivirá siempre la memoria de su segunda madre.
Digamos dos palabras en honor de la mujer admirable que ha dejado la tierra para recibir en el cielo, como piadosísimamente creemos, la corona de justicia que Dios tiene preparada para sus verdaderos siervos.
Toda la vida de doña Eulalia Vicuña fue un ejercicio continuo de virtud, la cual practicó de un modo ejemplar, primero en los hospitales, enseñando la doctrina cristiana y propagando la congregación dedicada a este santo fin hasta en la misma cárcel, en todo lo cual procedió animada de los ejemplos de su digno hermano el Sr. D. Manuel Vicuña, varón eminente en piedad y celo, fuera de otras prendas que le granjearon la estimación y el respeto de los muchos que tuvieron la dicha de conocerlo, incluso nuestro insigne Balmes. Unida con su venerable hermano, y no satisfecho en anhelo de ambos por la salud de las almas con los piadosos oficios y sacrificios que hacían en los hospitales, el día 8 de Diciembre de 1853 alquiló una pequeña habitación, en la cual dispuso tres camas, donde recibió sucesivamente de entre las mujeres asistidas en San Juan de Dios, las que movidas en parte de sus consejos, pero principalmente de la divina gracias, querían enmendar su vida y convertirse a otra del todo honesta.
Felizmente a todas estas antes desdichadas mujeres, las acogió después la señora vizcondesa de Jorbalán en las fundaciones que hizo en Madrid, y que vio florecer en las principales capitales de España, llamando así para que la ayudaran en tan sublime obra de regeneración a las que hoy conocemos todos admiramos bajo el nombre de Adoratrices. Remediada, pues, aquella necesidad, doña Eulalia Vicuña y su hermano convirtieron nuevamente sus piadosos ojos al hospital general, de donde empezaron a sacar para su naciente fundación, cuyas camas iban en aumento, las mujeres que convalecían de sus males, a cuyo número añadían otras pobres huérfanas, ofreciéndoles un asilo contra la miseria y la seducción, y disponiéndolas con sana enseñanza y saludables y útiles avisos para ganarse honradamente la vida en el servicio doméstico. Así nació esta obra, humilde ciertamente en sus principios, pero en la cual se contenían como en germen frutos muy copiosos y excelentes, destinada como estaba en los designios de la Providencia a extender su salvador influjo sobre innumerables doncellas, y proporcionar a las familia acomodadas sirvientas buenas y fieles.
Unos tres años después de instituida esta obra, una junta de señoras, presidida por la ilustres condesa de Zaldívar, y de la cual hacía parte en calidad de contadora doña Eulalia Vicuña, se encargó del régimen y gobierno de la naciente institución, habiéndose encomendado la asistencia y dirección internas e las acogidas a las carmelitas de la caridad. Entre tanto D. Manuel Vicuña, junto con dos venerables Sacerdotes de imperecedera memoria, los Sres. D. Andrés Novoa y D. Antonio Herrero y Traña, a quienes se asoció después el Sr. D. Santiago de Tejada, nombre que no es lícito pronunciar sin respeto y admiración, compró una espaciosa casa en la plazuela de San Francisco, en la cual se continuó la obra comenzada, y aún se emprendió otra diferente, dedicada a la educación y enseñanza cristiana de niñas de varia edad. No fue este, a la verdad, el pensamiento de los Sres. Vicuña, ni el fin esencial de la institución que tenían trazada en su mente; y así porque las atenciones propias de un colegio, y las que exigía el noviciado de las hermanas carmelitas, establecido asimismo en dicha casa, no destruyesen sus trazas, o las redujesen a límites harto estrechos, resolviéronse con heroica determinación a llevar adelante su empresa, solos, pero contando siempre con la Providencia de Dios. Y cierto, esta admirable Providencia no les abandonó, sino antes acudió en su auxilio, moviendo a este propósito el corazón de algunas almas generosas, entre las cuales nos complacemos en citar el nombre del marqués de Casa-Jara, modelo de nobles cristianos, de quien pudiéramos referir hermosos rasgos de caridad, no siendo el menor de ellas la gruesa cantidad que entregó a los dos Sacerdotes referidos y al Sr. Tejada, para que indemnizasen a D. Manuel Vicuña los sacrificios pecuniarios que habían hecho en la adquisición de la casa grande de San Francisco. Desde entonces la obra de los dos hermanos comenzó a crecer con nuevo vigor; la casa destinada para asilo de huérfanas y sirvientas desacomodadas pudo recibirlas en mayor número, y gracias a la unidad de miras que en ella presidía, no era difícil prever lo que andando el tiempo había de ser.
No otorgó Dios a D. Manuel Vicuña el consuelo que reservaba a su hermana, pues no tardó en bajar al sepulcro, dejando en toda la casa el buen olor de sus ejemplares virtudes. Antes que él había fallecido el Sr. riega, digno esposo de doña Eulalia, con que habiendo quedado esta señora desasida de los lazos de familia, consagróse del todo a la dirección de su obra. Su propia casa se convirtió en asilo de huérfanas y sirvientas desacomodadas, para quienes fueron todas sus rentas, y lo que es más, toda su solicitud y cuidado. El número de los acogidos [sic] fue creciendo con el tiempo, y juntamente el de señoras asociadas a su dirección, las cuales formaban una como pequeña comunidad, que para tornarse en congregación propiamente dicha, solo había menester la forma competente. Dichosamente la Iglesia en cuyo seno nacen, y de cuyo espíritu viven estas santas asociaciones, no tardó en imprimirle esa forma. Primero se ordenó una reglita provisional, que fue religiosamente observada; vino después la imposición del santo hábito a algunas hermanas de vocación probada, entre las cuales ya desde su principio florecía una joven que desde sus más tiernos años había recibido como en herencia anticipada el espíritu de los fundadores. En una palabra, el grano de mostaza iba siendo verdadero árbol, a que nada faltaba para dar todos sus frutos, ni aún para extender sus ramas fuera de la corte. Doña Eulalia Vicuña ha presenciado en efecto esta dichosa transformación: poco tiempo antes de morir se trasladó con el nuevo instituto a la gran casa donde ha acabado sus días, adquirida de su propio caudal, y en donde en breve se verá erigida una hermosa capilla pública.
En suma, antes de cerrar por última vez sus ojos, esa mujer realmente fuerte, ha visto casi terminada la obra de la congregación de hermanas del servicio doméstico; y lo que es más, ha visto multiplicarse las que en cierto modo pueden llamarse hijas suyas, y fundar nuevas casas en Zaragoza y Jerez, dando así principio a la dilatación del sagrado instituto por todo el ámbito de la Península, y acaso de todo el mundo. Porque es de advertir que de todas las instituciones nacidas de la Religión en los últimos tiempos, no hay ninguna que remedie una necesidad tan universalmente sentida, como la de tales hermanas, consagradas a imprimir en el ánimo de las pobres doncellas acogidas en su asilo, los hábitos de la piedad y de las otras virtudes que nacen de esta virtud, las cualidades que las preparan para el servicio doméstico; consagradas, decimos, a realizar el tipo de la criada cristiana, fiel, humilde, casta, sufrida y laboriosa, en las jóvenes llamadas a servir en el seno de las casas acomodadas, de modo que lejos de contaminarse en ellas con el contacto de la vida moderna, tan disipada y vana, sean ejemplo de virtud, que edifiquen aún a sus mismo amos, y difundan en el interior de las familias el perfume que se respira en su modesto y religioso asilo.
No queremos poner término a estas breves líneas, sin referir el último rasgo, y acaso el más precioso, de la virtud de doña Eulalia Vicuña. Cuando la pequeña comunidad de hermanas agrupadas a su alrededor y ordenada ya en forma de congregación propiamente dicha, con sus reglas, su traje, su noviciado, su constitución, en fin, definitivo, necesitaba ser regida por la obediencia religiosa, representada en una superiora con misión especial para dirigir la congregación, la prudencia del insigne Prelado que preside en ella, no juzgó conveniente echar ese peso sobre doña Eulalia, que ya llevaba el de sus muchos años sino designó para que dirigiese la obra a la admirable joven en que ya muchos años antes tenían todos fijas sus miradas, en la cual desde niñas se habían complacido D. Manuel y doña Eulalia Vicuña, sus venerados tíos, como en quien era a sus ojos una representación viva de su pensamiento, y el alma y la esperanza de su cumplida ejecución. Sucedió, pues, que doña Eulalia Vicuña, la que concibió la grande idea, la que consagró a ella su vida y su fortuna, quedó últimamente reducida a la humilde condición de quien vive en la propia casa antes como pupila que como señora de ella, eclipsada, por decirlo así, ante los ojos de los demás, y sobre todo a sus propios ojos. Ahora, o mucho nos engañamos, o esta humilde renunciación, propia y natural de la autoridad que hizo doña Eulalia retirándose de la escena y aniquilándose ante una joven con quien había hecho siempre oficio de madre, es un género de heroísmo superior a todo encomio hecho por labios humanos, digno remate de la hermosa corona de virtud que en este mundo labraron sus manos, con cuyo precio no dudamos que habrá comprado la que Dios prepara y ciñe con las suyas a las almas que tan generosamente le sirven.

Juan Manuel Orti y Lara
Los restos mortales de doña María Eulalia Vicuña reposan en la Casa Madre desde el 31 de mayo de 1963