Ciento cuarenta años de su muerte... Y tanto para agradecer... desde aquel 30 de noviembre de 1877 y... desde mucho antes...
D. Juan Manuel Orti y Lara dejó que el corazón dictara a la pluma lo que la imprenta recogió en las páginas de La Ciencia Cristiana y El Siglo futuro. Nosotros lo recogemos hoy de unos recortes de periódicos que conservan los Archivos de la Congregación, porque... no se puede decir mejor y... porque sentimos que es un deber de gratitud recordar para agradecer...
“una mujer fuerte”
Hace pocos días, el domingo
primero de Adviento, a las dos de la tarde, de la casa núm. 7 de la calle de la
Bola, vimos salir un modesto féretro, en que iban conducidos en hombros al
cementerio general de la puerta de Toledo los restos mortales de una señora que
había fallecido en viernes anterior. Iban delante en el entierro, revestidos de
los ornamentos sagrados y haciendo su piadoso oficio, los Sacerdotes de la
parroquia de San Martín, y detrás algunos amigos de la finada, Clérigos y
seglares, y un cortejo notable de mujeres jóvenes, de la humilde clase del
pueblo, todos a pie, rezando las oraciones ordinarias hasta el lugar destinado
a recibir aquellos honrados restos.
En todas las calles del tránsito
y hasta en el campo, después de pasar el entierro por la puerta de Toledo,
llamaba justamente la atención aquella ceremonia, hoy desgraciadamente
inusitada por lo verdaderamente cristiana, preguntándose muchos quién sería la
persona que llevaba tras sí aquel ejemplar acompañamiento. Pero lo que no
pudieron ver los que veían pasar el entierro, fue la escena final de él, o sea
el acto de despedirse aquellas pobres jóvenes de la que debió ser sin duda su
bienhechora; escena sobre manera elocuente en medio de su sencillez, porque en
aquel punto el dolor hasta entonces comprimido en el pecho, halló su más fiel
expresión en el llanto y en los gemidos, que harto testifican el íntimo afecto
de amor y gratitud de que estaban poseídas. ¿Quién era, pues, aquella mujer
singular, cuyas honras y alabanzas magníficas así hacían, sin saberlo, aquellas
doncellas desoladas? Era la señora doña María Eulalia Vicuña de Riega,
iniciadora de la congregación de Hermanas
del servicio doméstico. Las que seguían su féretro, y se despedían llorando
de sus restos, eran las huérfanas y sirvientas acogidas en su casa, en quienes
vivirá siempre la memoria de su segunda madre.
Digamos dos palabras en honor de
la mujer admirable que ha dejado la tierra para recibir en el cielo, como
piadosísimamente creemos, la corona de justicia que Dios tiene preparada para
sus verdaderos siervos.
Toda la vida de doña Eulalia
Vicuña fue un ejercicio continuo de virtud, la cual practicó de un modo
ejemplar, primero en los hospitales, enseñando la doctrina cristiana y
propagando la congregación dedicada a este santo fin hasta en la misma cárcel,
en todo lo cual procedió animada de los ejemplos de su digno hermano el Sr. D.
Manuel Vicuña, varón eminente en piedad y celo, fuera de otras prendas que le
granjearon la estimación y el respeto de los muchos que tuvieron la dicha de
conocerlo, incluso nuestro insigne Balmes. Unida con su venerable hermano, y no
satisfecho en anhelo de ambos por la salud de las almas con los piadosos
oficios y sacrificios que hacían en los hospitales, el día 8 de Diciembre de
1853 alquiló una pequeña habitación, en la cual dispuso tres camas, donde
recibió sucesivamente de entre las mujeres asistidas en San Juan de Dios, las
que movidas en parte de sus consejos, pero principalmente de la divina gracias,
querían enmendar su vida y convertirse a otra del todo honesta.
Felizmente a todas estas antes
desdichadas mujeres, las acogió después la señora vizcondesa de Jorbalán en las
fundaciones que hizo en Madrid, y que vio florecer en las principales capitales
de España, llamando así para que la ayudaran en tan sublime obra de
regeneración a las que hoy conocemos todos admiramos bajo el nombre de Adoratrices. Remediada, pues, aquella
necesidad, doña Eulalia Vicuña y su hermano convirtieron nuevamente sus
piadosos ojos al hospital general, de donde empezaron a sacar para su naciente
fundación, cuyas camas iban en aumento, las mujeres que convalecían de sus
males, a cuyo número añadían otras pobres huérfanas, ofreciéndoles un asilo
contra la miseria y la seducción, y disponiéndolas con sana enseñanza y
saludables y útiles avisos para ganarse honradamente la vida en el servicio
doméstico. Así nació esta obra, humilde ciertamente en sus principios, pero en
la cual se contenían como en germen frutos muy copiosos y excelentes, destinada
como estaba en los designios de la Providencia a extender su salvador influjo
sobre innumerables doncellas, y proporcionar a las familia acomodadas
sirvientas buenas y fieles.
Unos tres años después de
instituida esta obra, una junta de señoras, presidida por la ilustres condesa
de Zaldívar, y de la cual hacía parte en calidad de contadora doña Eulalia
Vicuña, se encargó del régimen y gobierno de la naciente institución,
habiéndose encomendado la asistencia y dirección internas e las acogidas a las
carmelitas de la caridad. Entre tanto D. Manuel Vicuña, junto con dos
venerables Sacerdotes de imperecedera memoria, los Sres. D. Andrés Novoa y D.
Antonio Herrero y Traña, a quienes se asoció después el Sr. D. Santiago de
Tejada, nombre que no es lícito pronunciar sin respeto y admiración, compró una
espaciosa casa en la plazuela de San Francisco, en la cual se continuó la obra
comenzada, y aún se emprendió otra diferente, dedicada a la educación y
enseñanza cristiana de niñas de varia edad. No fue este, a la verdad, el
pensamiento de los Sres. Vicuña, ni el fin esencial de la institución que
tenían trazada en su mente; y así porque las atenciones propias de un colegio,
y las que exigía el noviciado de las hermanas carmelitas, establecido asimismo
en dicha casa, no destruyesen sus trazas, o las redujesen a límites harto
estrechos, resolviéronse con heroica determinación a llevar adelante su
empresa, solos, pero contando siempre con la Providencia de Dios. Y cierto,
esta admirable Providencia no les abandonó, sino antes acudió en su auxilio,
moviendo a este propósito el corazón de algunas almas generosas, entre las
cuales nos complacemos en citar el nombre del marqués de Casa-Jara, modelo de
nobles cristianos, de quien pudiéramos referir hermosos rasgos de caridad, no
siendo el menor de ellas la gruesa cantidad que entregó a los dos Sacerdotes
referidos y al Sr. Tejada, para que indemnizasen a D. Manuel Vicuña los
sacrificios pecuniarios que habían hecho en la adquisición de la casa grande de
San Francisco. Desde entonces la obra de los dos hermanos comenzó a crecer con
nuevo vigor; la casa destinada para asilo de huérfanas y sirvientas
desacomodadas pudo recibirlas en mayor número, y gracias a la unidad de miras
que en ella presidía, no era difícil prever lo que andando el tiempo había de
ser.
No otorgó Dios a D. Manuel Vicuña
el consuelo que reservaba a su hermana, pues no tardó en bajar al sepulcro,
dejando en toda la casa el buen olor de sus ejemplares virtudes. Antes que él
había fallecido el Sr. riega, digno esposo de doña Eulalia, con que habiendo
quedado esta señora desasida de los lazos de familia, consagróse del todo a la
dirección de su obra. Su propia casa se convirtió en asilo de huérfanas y
sirvientas desacomodadas, para quienes fueron todas sus rentas, y lo que es
más, toda su solicitud y cuidado. El número de los acogidos [sic] fue creciendo
con el tiempo, y juntamente el de señoras asociadas a su dirección, las cuales
formaban una como pequeña comunidad, que para tornarse en congregación
propiamente dicha, solo había menester la forma competente. Dichosamente la
Iglesia en cuyo seno nacen, y de cuyo espíritu viven estas santas asociaciones,
no tardó en imprimirle esa forma. Primero se ordenó una reglita provisional,
que fue religiosamente observada; vino después la imposición del santo hábito a
algunas hermanas de vocación probada, entre las cuales ya desde su principio
florecía una joven que desde sus más tiernos años había recibido como en
herencia anticipada el espíritu de los fundadores. En una palabra, el grano de
mostaza iba siendo verdadero árbol, a que nada faltaba para dar todos sus
frutos, ni aún para extender sus ramas fuera de la corte. Doña Eulalia Vicuña
ha presenciado en efecto esta dichosa transformación: poco tiempo antes de
morir se trasladó con el nuevo instituto a la gran casa donde ha acabado sus
días, adquirida de su propio caudal, y en donde en breve se verá erigida una
hermosa capilla pública.
En suma, antes de cerrar por
última vez sus ojos, esa mujer realmente fuerte, ha visto casi terminada la
obra de la congregación de hermanas del servicio doméstico; y lo que es más, ha
visto multiplicarse las que en cierto modo pueden llamarse hijas suyas, y
fundar nuevas casas en Zaragoza y Jerez, dando así principio a la dilatación
del sagrado instituto por todo el ámbito de la Península, y acaso de todo el
mundo. Porque es de advertir que de todas las instituciones nacidas de la
Religión en los últimos tiempos, no hay ninguna que remedie una necesidad tan
universalmente sentida, como la de tales hermanas, consagradas a imprimir en el
ánimo de las pobres doncellas acogidas en su asilo, los hábitos de la piedad y
de las otras virtudes que nacen de esta virtud, las cualidades que las preparan
para el servicio doméstico; consagradas, decimos, a realizar el tipo de la
criada cristiana, fiel, humilde, casta, sufrida y laboriosa, en las jóvenes
llamadas a servir en el seno de las casas acomodadas, de modo que lejos de
contaminarse en ellas con el contacto de la vida moderna, tan disipada y vana,
sean ejemplo de virtud, que edifiquen aún a sus mismo amos, y difundan en el
interior de las familias el perfume que se respira en su modesto y religioso
asilo.
No queremos poner término a estas
breves líneas, sin referir el último rasgo, y acaso el más precioso, de la
virtud de doña Eulalia Vicuña. Cuando la pequeña comunidad de hermanas
agrupadas a su alrededor y ordenada ya en forma de congregación propiamente
dicha, con sus reglas, su traje, su noviciado, su constitución, en fin,
definitivo, necesitaba ser regida por la obediencia religiosa, representada en
una superiora con misión especial para dirigir la congregación, la prudencia
del insigne Prelado que preside en ella, no juzgó conveniente echar ese peso
sobre doña Eulalia, que ya llevaba el de sus muchos años sino designó para que
dirigiese la obra a la admirable joven en que ya muchos años antes tenían todos
fijas sus miradas, en la cual desde niñas se habían complacido D. Manuel y doña
Eulalia Vicuña, sus venerados tíos, como en quien era a sus ojos una
representación viva de su pensamiento, y el alma y la esperanza de su cumplida
ejecución. Sucedió, pues, que doña Eulalia Vicuña, la que concibió la grande
idea, la que consagró a ella su vida y su fortuna, quedó últimamente reducida a
la humilde condición de quien vive en la propia casa antes como pupila que como
señora de ella, eclipsada, por decirlo así, ante los ojos de los demás, y sobre
todo a sus propios ojos. Ahora, o mucho nos engañamos, o esta humilde
renunciación, propia y natural de la autoridad que hizo doña Eulalia
retirándose de la escena y aniquilándose ante una joven con quien había hecho
siempre oficio de madre, es un género de heroísmo superior a todo encomio hecho
por labios humanos, digno remate de la hermosa corona de virtud que en este
mundo labraron sus manos, con cuyo precio no dudamos que habrá comprado la que
Dios prepara y ciñe con las suyas a las almas que tan generosamente le sirven.
Juan
Manuel Orti y Lara
Los restos mortales de doña María Eulalia Vicuña reposan en la Casa Madre desde el 31 de mayo de 1963 |
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