miércoles, 26 de febrero de 2020

Un día como hoy, 26 de febrero



M. María Teresa Orti y Muñoz (1924)

Yo no sé, ni podré llegar a saberlo nunca, si M. María Teresa Orti fue consciente de haber fechado su despedida del Instituto en la misma fecha en que sus padres, habían contraído matrimonio setenta y cinco años antes. Don Vicente José Orti y Lara (natural de Marmolejo y vecino de Andújar, en Jaén) y doña María de los Dolores Muñoz Gassin (natural y vecina de Córdoba), se casaron en el domicilio de la novia el día 26 de febrero de 1851, y el día que, hubieran celebrado sus bodas de diamante, su hija M. María Teresa Orti y Muñoz fechaba una carta con la que se despedía personalmente de casa una de las comunidades y religiosas que formaban la Congregación aquel 26 de febrero de 1925. Ni un mes le quedaba de vida y la Madre lo presentía. Con el fin de que fuera un regalo para todas lo hizo de forma que ni siquiera M. María de la Concepción Marqués se enteró de lo escribía la Madre. Las pocas fuerzas que le quedaban, no permitieron a M. María Teresa escribir de su puño y letra una copia para cada comunidad pero quiso que tuvieran al menos el encabezado y su firma para pegarlas en las copias a máquina que harían después para enviarlas a las casas.

Vale la pena leer pausadamente un texto salido más del corazón que de la pluma de M. María Teresa Orti:
Copia de la carta a la comunidad de Sevilla
con el encabezado original.

AÑO SANTO – Madrid, 26 de febrero de 1925[1]
Muy amadas Madres y Hermanas mías: Esta será la última carta que lean escrita por mí aunque la continuación esté copiada a máquina.
¿Y qué voy a decirles de despedida? No lo sé y pido al Divino Niño Jesús aquí presente, ponga en mi corazón y en mi mente lo que Él quiere que les diga como último consejo, pues si Nuestro Señor ha querido que, por espacio de treinta y tantos años esté al frente de su Instituto, muestra es también de haber querido que, siendo aún indignísima su representante, tenga el deber de aconsejarlas y dirigirlas, y esto me mueve a que al separarme de todas desee dejarles algún recuerdo que quisiera les fuera grato y provechoso.
Principio, Hermanas mías muy amadas, pidiéndoles de lo íntimo del corazón me perdonen cuantos malos ejemplos les haya dado de inobservancias, indolencias, prontos de genio y miles y miles de miserias nacidas de continuo de mi flaca naturaleza con las que he podido desedificarlas, más debo decirles para gloria de Dios, que siempre y en toda ocasión, no he querido para ninguna de vuestras caridades, más que su bien espiritual y temporal, procurándolo en cuanto estuvo a mi alcance y teniendo interés contante, como de verdadera madre. Dios lo puso en mi corazón y a Él solo se lo debemos.
Ruégoles también y espero, que mis fragilidades y miserias no sean ocasión para imitarlas, antes al contrario, échese un velo sobre ellas para que no alcancen a las venideras. ¡Es tan necesario el buen ejemplo de las que estamos sobre las demás! ¡Será tanta la cuenta que hayamos de dar a Dios si en vez de edificar, desedificamos!... Por eso les vuelvo a rogar encarecidamente, Hermanas mías, que pidan por mi alma y que no sean mis culpas ocasión para sancionar otras.
Quiero en segundo lugar, llamarles la atención hacia un punto de grandísimo interés para el Instituto, y es que hasta el presente, por la infinita misericordia de Dios, hace conservando en él una paz y unión inalterable entre las que hemos constituido el Consejo General, y de parte del local yo no tengo motivo más que para dar gracias a Dios por la docilidad, sumisión y respeto de todas las Superioras. ¡Qué inmenso beneficio es este para un Instituto religioso! Ténganlo en cuenta Hermanas mías, y cada cual por su parte esfuércese para que así continúe siempre, siempre, siempre. Yo con toda el alma pido a Dios Ntro. Señor, a nuestra amantísima Patrona, a nuestros protectores San José y San Ignacio sin olvidar a nuestra edificantísima, humildísima y observantísima Fundadora, que se conserve este espíritu que ella nos legó de unión de caridad y de respeto a los Superiores.
¡Qué pena sería y quebranto grande para el Instituto moral y material, entrar por esa senda escabrosa y bochornosa de disensiones, de partidos y bandos! Sí, sería el mayor mal que podría sobrevenirles; ni falta de vocaciones, ni escasez de intereses, ni de personas afectas y bienhechores puede hacer mayor destrozo, y no añado ambiciones porque las conozco bien a todas y sé que para sí propias están muy lejos, por la misericordia de Dios, de esa peste y podredumbre del espíritu, pero los bandos… no haya más que uno: el del cumplimiento de la voluntad de Dios, sabiendo cada cual sobreponerse a sus apreciaciones o simpatías.
Confío en la misericordia de Dios, de la que tantas muestras para con la heredad de su Madre Inmaculada nos tiene dadas, en que los cincuenta años ha que vive el Instituto bastan para dejar bien arraigado el espíritu dulce y pacificador de nuestra Madre inolvidable.
Sea la súbdita sencilla y dócil, sea la Superiora caritativa, recta, prudente… de estas virtudes nace la unión. Sea madre con ese amor de las madres que les interesa hasta lo más mínimo, que procura todo bien para sus hijos. Y ¿cuál es el bien de la religiosa? La santificación de su alma, y sólo puede obtenerla por medio de la piedad, de la observancia de sus Reglas, del desprendimiento de corazón de los afectos humanos. ¡Qué dichosa es aquella a quien su superiora sabe encauzar desde el primer momento por ese camino y ella aprovecharlo siguiendo dócilmente, atenta a sus deberes religiosos.
Aunque muchas veces lo he dicho no quiero dejar de repetirlo en estos últimos consejos para mayor estímulo y porque sé que es positivo, el paraíso anticipado que dicen encontrarse en la vida religiosa, es cierto, le encuentra la buena religiosa en la paz del alma, pues su dicha esta asegurada, no puede perderla mientras posea a Dios. ¿Y quién lo posee sino es alma piadosa y observante que tiene sus complacencias en amarle, agradarle y cumplir sencillamente su santa voluntad? Por eso podía decir nuestra Madre Fundadora: “Si tengo a Dios conmigo ¿qué otra cosa puedo desear?” Hemos venido en verdad, a servir a Dios con la perfección que el estado religioso pide, nos hemos ligado a nuestros santos votos espontáneamente, sabiendo lo que suponen, esto es seguro si no hubo mala voluntad y es difícil suceda así. Pues apliquémonos, busquemos a Dios en todo, conozcamos a fondo la doctrina del Divino Maestro y practiquemos sus enseñanzas: humildad, pobreza, obediencia, celo, que a enseñarlas vino a la tierra y a imitar esa su vida entre los hombres, a seguirle muy de cerca, nos llamó Él mismo a la vida religiosa.
Sabido y considerado todo esto, ¿qué religiosa, qué esposa de Cristo rechazará aunque sea en su interior, el cargo humilde que le designen? ¿Creerá merecer uno más alto, más subido? ¿Podrá decir quizás que en él dará más gloria a Dios, trabajará más por el Instituto? ¿Qué perderá el tiempo en una ropería o en otro oficio manual? ¡Qué engaño del amor propio! ¿Por qué quiso Jesucristo de los treinta y tres años de su vida mortal, emplear treinta en el oficio de carpintero? Yo no sé cuántos designios tendría Dios sobre este punto, pero sí puedo asegurar que las religiosas estamos obligadas a mirar ese ejemplo de humildad, y procurar, en lo que esté de nuestra parte, imitarle.
¿Para qué necesita Nuestro Señor de nuestras aptitudes y talentos? Para nada, Él los maneja de la manera que le place. Pero si no necesita de nuestras aptitudes, sí necesita o exige para dar las gracias especialísimas necesarias al desempeño de los cargos difíciles o sencillos, virtud en la religiosa, unión con Dios, amor efectivo al cumplimiento de su voluntad santísima.
Por esto, Hermanas mías, no deseen ni menos procuren ninguna clase de cargos, ni altos ni bajos, el que Dios Nuestro Señor les designe por medio de la obediencia, sin preocuparse recíbanlo con humildad y aún con reverencia, considerando como ordenación divina, y con espíritu de fe, desconfiando de sí y confiando en sólo Dios y los superiores que son sus representantes, dense de lleno al desempeño de él, sin mirar otra cosa que el bien del Instituto y la gloria de Dios.
Si una religiosa, a su juicio con pureza de intención por creer que puede hacer un gran bien al considerarse con aptitudes para el gobierno desea mandar, es que no sabe las responsabilidades que esos cargos llevan consigo, responsabilidades gravísimas que solo se pueden eludir recibiéndolas de manos de Dios y obrando siempre con rectitud, sin miras humanas, con justicia y caridad; corrigiendo sin herir, enseñando más que reprendiendo, sobreponiéndose a simpatías y antipatías. ¡Cuánta abnegación, cuánto trato con Dios supone esto! Mandando por obediencia y con este espíritu siempre levantado podrá errar, podrá equivocarse, pero será difícil que grave en ello la conciencia. De otro modo sin prudencia. Sin caridad, sin oración, mando porque sí, porque yo mando y quiero esto, cuánto destrozo de religiosas en su espíritu resultaría, cuánta responsabilidad para la Superiora!
Muy abierto les está el campo a las Superioras, muy en sus manos quedan sus actos, y como el amor propio todo lo disimula, disculpa y enardece, y como no le faltan halagos y alabanzas dentro y fuera de casa… ¡Qué alerta ha de estar!
En cambio qué campo tan florido de virtudes se le abre si su espíritu se sostiene humilde, religioso cual marca la cláusula 12 de las Constituciones referente a las Superioras! Ojalá lo sean todas y lo hayamos sido siempre, que luz no nos ha faltado para ello y ésta ha sido siempre la súplica más constante de toda mi vida: por mí primero, que conozco mi necesidad, y después por las presentes y venideras superioras. No creo equivocarme al decirles que tal es la casa, la comunidad, cual es la superiora, no lo olviden!
No quisiera alargar esta carta ya quizás harto pesada machacona, más algo debo hacer saber a todas sobre el desenvolvimiento del Instituto, ya que en varias ocasiones hase comentado entre algunas de las nuestras y también entre personas ajenas al Instituto, como cosa perjudicial a éste…
Setenta y dos años hace que nuestra piadosa y generosísima D.ª Eulalia puso la primera piedra a su caritativa obra al pie del altar de la Virgen Inmaculada el día 8 de Diciembre, y 23 años más tarde, el 11 de Junio de 1876, su angelical sobrina y Madre nuestra amadísima ponía a esta obra tan verdaderamente inspirada por Dios y que tantas almas arrebata para el cielo, el sello que había de perpetuarla erigiéndola en Instituto religioso.
Penosos fueron los principios del Instituto, yo los presencié y puedo asegurarlo. El gasto enteramente gratuito de gran número de muchachas recién llegadas de las aldeas en completa ignorancia, imposibles de dejar la menor utilidad para su sostenimiento… lo poco recomendables por este motivo para servir, con lo que no atraen simpatías de las familias que pudieran favorecer con sus limosnas… Muchachas jóvenes y sanas que no inspiran compasión… y muy difícil de comprender por el mundo el fin noble del Instituto, cual es el preservarlas en esa edad en que inexpertas y ligeras son lanzadas al caos de la vida de las grandes poblaciones, mas tantas deficiencias como tiene toda obra en sus comienzos.
En los quince años que nuestra Madre sobrevivió a la fundación del Instituto ¡cuánto trabajo y cuán hondos puso los cimientos en que se había de sostener! Era mucha la mies y pocos los obreros, no obstante el fruto primero fue copioso.
Comprendió nuestra Madre la necesidad de ampliar la Obras, de ponerla en condiciones que resaltase su bondad y el bien inmenso que hacía y mucho más que podía hacer, pero ninguno de los medios, ni de personal, ni de dinero, ni de locales, llegaban para cubrir las más perentorias necesidades.
Se ilusionaba pensando en un Seminario como nuestra Madre quería llamar a un pensionado de niñas para las que buscaba señoras protectoras y formar desde un principio sirvientas aptas, honradas, piadosas, una especie de apostolado irremplazable, particularmente para los niñas. Algo escrito se encontrará entre los papeles y cartas de nuestra Madre.
Era la pensión de mayores, otro plan que concibió al ver que las sirvientas ya formadas solían desviarse del Colegio por dos motivos que ellas repugnaban, cuales eran: estar entre las paletitas recién llegadas del pueblo y la sujeción del internado de sirvientas.
Los talleres de costura con externas ya en Sevilla, al pasar a la casa actual, tratose de implantarlos como ayuda pecuniaria muy necesitado el Instituto de ella, aunque por entonces no se pudo lograr.
En una carta de nuestra Santa Madre a una Superiora que le había pedido permiso para abrir una escuela nocturna, le contesta con su gracia y sencilla alegría “que si ve funcionar una escuela nocturna se lo premiará grandemente”. No son las palabras textuales porque no las recuerdo y sería muy largo de buscar.
Sólo queda la enfermería de las sirvientas; esto era mucho más difícil, como puede comprenderse, y ni soñarlo nuestra Madre, pero yo no dudo que si en el cielo se aumenta el gozo de los bienaventurados por los actos buenos realizados en la tierra a causa de las obras de santidad que dejaron en ella, será la enfermería la que mayor gozo le haya hecho experimentar por el inmenso beneficio que las almas de nuestras muchachas reciben al pasar a ella. Gloria sea dada a nuestra piadosísima y angelical Fundadora.
Debo añadir para gloria de Dios y motivo de confianza para las venideras, que estas cinco ramas nuevas brotadas de la misma raíz plantada con tanto amor y celo por aquellas almas santas D.ª M.ª Eulalia y D. Manuel María Vicuña, y regada luego con esfuerzo sobrehumano por su angelical sobrina, han venido al Instituto de manera tan providencial, tan inesperadamente, que a veces hasta las he rechazado por temor a perjudicar los intereses materiales de éste, y luego viendo allanadas las dificultades por medios desconocidos, como si fuesen ordenados por una mano oculta y poderosa, he bendecido al Señor por su providencia amorosísima y delicada, que no permitió fuese yo causa de destrucción.
Cuántos detalles de los acontecimientos ocurridos durantes estos treinta y tantos años que el Señor ha permitido esté en mis manos el Instituto pudiera darles de la providencia, amor y misericordia del Señor para con él, más uno solo que los abraza a todos quiero darles, para gloria de Dios y de nuestra amantísima Patrona la Virgen Inmaculada. Yo he estado siempre llena de confusión al verme años y años en este cargo sin la instrucción que ahora requiere, sin trato ni conocimiento, sin palabras ni atractivo, de carácter tímido e irresoluto, cualidades que humanamente entorpecen la marcha, poniendo obstáculo al desarrollo y engrandecimiento de la obra, y no obstante hoy se encuentra floreciente y fecunda en frutos. ¿Quién puede confiar en sus aptitudes y cualidades? En Dios solo la confianza, aunque sirviéndose con todo empeño y humildad de los pocos o muchos talentos con que el Señor haya podido adornarla.
Ya no les canso más, Hermanas mías amadísimas, vuelvo a pedirles sus oraciones y decirles que por lo mismo que Ntro. Señor me ha llevado tan por su mano, más resaltan las faltas y mala correspondencia y más castigo merecen.
 Confío en todas que no escatimarán oraciones y yo les ofrezco rogar mucho por todas y cada una en cuanto esté limpia de mis pecados y miserias. Su madre en el Señor.
María Teresa Orti
H. de M. I.

Firma de M. María Teresa Orti en la carta
enviada a la comunidad de Sevilla.




[1] Conservan sus copias originales los archivos de las comunidades de Granada, Oviedo, Se­vi­lla, Toledo, Va­lla­do­lid, Vitoria, Zara­go­za. Copia de la misma carta se conservan en los Archivos de las comunidades de Burgos, Granada, Málaga, Oviedo, Se­vi­lla, Toledo, Va­lla­do­lid, Vitoria, Zara­go­za. El texto fue impresa en 100 Años de animación congregacional, t. I, n. 18, p. 88ss.