Himno a Santa Vicenta María (I)
Llenen los aires nuestros cantares,
himno grandioso eleve la voz
a la Madre mil veces bendita
ejemplo excelso de fe y de amor.
Yo quisiera hoy, dado que
cantar no puedo, afinar el oído cuanto me sea posible para escuchar, desde el
corazón, los “cantares” con los cuales a lo largo de la historia
congregacional, han honrado y venerado a la Madre Fundadora las Hermanas que
nos han precedido y las que en este presente son pilares que sostienen y dan
proyección de futuro al Instituto.
Tengo para mí que, dando
razón de ser a esos “cantares” de la Congregación está la alegría profunda y
desbordante que cubre, como si de un arcoiris se tratara, toda la existencia
humana de santa Vicenta María.
La vida y la vocación de la
Madre Fundadora se enmarcan en un cuadro de alegría cristiana, que va más allá
del sentimiento o de una sensación pasajera. Es fruto de una profunda vivencia «de fe y de amor», de la más genuina experiencia
cristiana que evocamos con particular gozo dentro del tiempo pascual en el que
celebramos, las más de las veces, la fiesta litúrgica de santa Vicenta María[1].
La alegría cristiana es una vivencia que puede convivir incluso con el
dolor humano; la fe incondicional en
la Resurección de nuestro Señor Jesucristo ilumina de tal manera el misterio de
su Pasión y de su Muerte que nuestra participación en esos misterios se expresa
en un anhelo de vivir el mandato del amor,
como Él nos pide, como Él nos enseña, como la Santa Madre lo aprendió, lo vivió
y nos lo enseñó.
La existencia terrena de
santa Vicenta María podemos enmarcarla entre dos manifestaciones de alegría, de
gozo, de gratitud que son tales cuando, desde la fe y el amor cristiano, pueden
sobreponerse a situaciones de profundo dolor humano, de enfermedad y de muerte.
Cuando don José María
comunicó a Madrid la noticia del segundo alumbramiento de su esposa, afirma que
«Dios aflige y no desampara» y que,
si bien era cierto que el 8 de marzo había sido un día de llanto para la
familia, no lo era menos que el 22, recibían a la segundogénita «con toda felicidad» y con la misma
celebran su bautizo unas horas más tarde. La tristeza, el vacío, el temor, la
incertidumbre que en aquella casa había sembrado la muerte quedaba disipada
como niebla mañanera por la alegría del nuevo nacimiento.
En el ocaso de la vida humana
de la Madre Fundadora, brillan momentos de una alegría que impactaron
profundamente a quienes fueron testigos presenciales de ellos. No esconde santa
Vicenta María la tristeza que provoca la proximidad de la muerte, pero lejos de
quedarse en ella exclama: «“Triste está mi alma hasta la muerte”[2],
pero, Jesús mío, no, Vos teníais motivos
muy grandes y yo no tengo más que motivos de alegría».
Aquel estado de alegría que
la acompañó toda su vida, se hizo particularmente evidente para todos en la
estapa final. El 10 de diciembre recibió
la Extreaunción, de manos del P. Hidalgo con una disposición de «paz y alegría interior» que dejó huella
no solamente en las Hermanas sino también en las señoras seglares que pudieron
presenciar el acto. Dos días más tarde, la fatiga era continua y la fiebra
rayaba los 40º,
«y en medio de todo este sufrimiento
verdaderamente horrible, [mantuvo]
completa lucidez de inteligencia, inalterable paz y hasta dulce alegría, [y
tuvo] rasgos de agudeza de ingenio,
asombrosos en tal situación.
Animándola su piadoso
Director llegó a decirle que para que el milagro por intercesión de S. José
fuese más visible había de estar en la agonía y recobrar la salud. A lo que
contestó con tanta viveza como gracia: "¡Ay! ¿y he de padecer dos agonías yo que tanto temo a una?".
Por la tarde vino el P. Hidalgo, rezó la
novena que se está haciendo a la Inmaculada, con el Sagrario abierto y después
de un precioso acto de consagración al Sagrado Corazón de Jesús dio la
bendición con el Santísimo a la enferma.- "No
hay monja más feliz que yo", decía con santa alegría, "¡cómo me paga Ntro. Señor lo poco que
padezco!"»
La
tranquilidad, la alegría y la dulzura con que santa Vicenta María escuchaba las
oraciones que rezaban junto a ella, hace afirmar a la periodista Isabel Cheix
que aquello no era «morir, sino pasar del destierro de la vida al gozo
eterno del Señor, acabar la existencia animada por la fe, llena de esperanza,
abrasada en el amor de Dios»
M. María de la Concepción Marqués, afirma que los continuos
padecimientos de la enfermedad no bastaron para «hacerla perder ni un punto la
conformidad, la paciencia, y hasta la alegría santa con que recibía de la mano
amorosa del Señor los dolores, y los sufrimientos más intensos»
En 1868, al terminar los Ejercicios y ser interrogada por su
tía Sor Dominica, acerca de la resolución que había tomado en orden a su
vocación (a mí siempre me ha sorprendido la respuesta de la Santa Madre, cuando
lo que va a comunicar sabe ella bien que no a todos les va a resultar agradable)
tiene una respuesta que es como un eco del Magnificat: «Alegrémonos en Dios, que es quien así lo ha querido y por quien hemos
de quererlo también nosotras: las chicas han triunfado».
Conocer la voluntad de Dios para ella, para sus Hijas, para
las chicas… y reconocer la gracia del Señor para poder cumplirla es siempre un
motivo de alegría en la vida de santa Vicenta María.
Las dificultades que ofrece el trabajo apostólico de la obra
confiada por la Iglesia a la Congregación, las combatía la Madre Fundadora con
el cultivo de esa alegría que es fruto de una vida de fe y de amor.
M. María Teresa Orti no se cansa de evocar esa
característica tan propia nuestra, y escribe después de una de sus visitas a
las casas: «¡Si viesen qué alegría da
cuando como yo, se tiene que ir de una casa a otra (que ahora bien reciente lo
tengo), y se encuentran a nuestras Hermanas todas alegres, todas deseando ser
buenas, y contentas y más contentas con su vocación! Mucho me acuerdo ahora que
somos tantas de nuestra santa Madre que gozaría mucho, pero ella desde el cielo
nos verá y gozará más».
Cuando las situaciones son adversas, cuando el odio a la
Iglesia amenaza también a la Congregación, M. María Teresa, haciéndose eco de
aquella alegría que ella había aprendido de la Madre Fundadora, no duda en decir
a las Hermanas, que los males que nos amenzan no deben «quitarles la alegría tan propia de este tiempo [de Navidad], al contrario, infundirles ánimo y alegría
verdadera: motivo para ello lo tenemos, pues, quién puede tener mayor alegría
que nosotras, a quienes cabe la dicha de conocer y amar al Divino Redentor».
El gozo que nos caracteriza no es ideal, teórico o
desencarnado, es algo que conforma nuestro modo de ser, en las pequeñeces de
cada día y en los momentos que exigen actos grande de genero-sidad; así se
entiende que «Llenas de alegría emprendieron su marcha» las primeras religiosas
del Instituto destinadas a América.
M. María Teresa no se cansa de exhortar a la alegría a las
comunidades porque, según ella «la
alegría y la devoción son hermanas inseparables de las buenas religiosas».
Cuando, hace cien años, creyó que daba su último consejo a
la Congregación como Superiora General, terminó formulando una invitación: «Seamos muy buenas, muy rectas y sinceras en
todas nuestras obras, con la mirada puesta muy alta, que eso da grande alegría
y paz al alma; compensación inmensa que el Señor concede a cambio de los
pequeños, y a veces viles gustillos terrenos, que es fuerza sacrificar para
obrar de manera digna de una buena Religiosa Hija de María Inmaculada y de su
fiel sierva nuestra santa Madre Fundadora».
Porque creyó… porque amó… porque creemos… porque amamos,
también nosotras queremos llenar los aires con nuestros cantares, entonando un
himno grandioso de alegría, de fidelidad, de entrega generosa, de santidad
recibida, luchada y ofrecida, a quien el Señor nos regaló por madre, que no
deja ni dejará nunca de velar por cada una de nosotras.
Llenen los aires nuestros cantares,
himno grandioso eleve la voz
a la Madre mil veces bendita
ejemplo excelso de fe y de amor.
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