Himno a Santa Vicenta María (II)
Llenen los aires nuestros cantares,
himno grandioso eleve la voz
a la Madre mil veces bendita
ejemplo excelso de fe y de amor.
Tu corazón
sediento se moría
de la sed que
Jesús tuvo en la Cruz,
sed de llevar
al mundo en su agonía
los dulces
resplandores de la luz.
Haz que esta
sed la sienta el alma mía,
para llevar
las almas a Jesús,
y como premio
logre yo algún día
subir al
cielo donde moras tú.
Cuando
yo era niña, si ocurría la muerte de un menor, de un adolescente o de una persona
joven aún, oí muchas veces una expresión que me sorprendía: Si es que se tenía que morir; era tan bueno
que no era para este mundo.
Cuando empecé a conocer
algo la Congregación y supe que Santa Vicenta María había vivido solamente 43
años, 9 meses y cuatro días… resonó la frase en mi interior; cuando luego fui leyendo
y releo algunos de los testimonios de personas contemporáneas suyas, vuelve
siempre a mi memoria el recuerdo de aquella expresión de mis paisanos y pienso…
“si es que se tenía que morir…”.
Santa Vicenta María murió ahogada por la disnea; pero, tengo para mí que la
verdadera causa fue otra… la santa Madre murió ahogada por la misma sed que la
mantuvo en vida y activa durante los años que sufrió la tuberculosis.
Cuesta entender que sufriendo esa enfermedad en una época en la que
los paliativos servían de poco, fuera capaz de hacer tanto viaje, de soportar
tanta responsabilidad, de sacar adelante tanto negocio, de superar situaciones
tan adversas, de no perderse de ánimo cuando los problemas la superaban y no
encontraba soluciones…
No sabemos quién le contagió la tisis, aunque podamos sospecharlo,
pero nunca pasará de una sospecha. Sí sabemos, en cambio, quién le contagió esa
sed insaciable de almas y de cielo, que
la inflamaba en amor, que la urgía al servicio, que le hacía olvidarse de sí,
también en medio de sus dolencias, para pensar en los otros: en la Iglesia, en
sus hijas, en las chicas, en los bienhechores del Instituto…
Cuando santa Vicenta María era una niña, cuentan que lloraba ante la
imagen del Cristo de la Columna en su Cascante natal. Aquella imagen puede
emocianar hasta las lágrimas incluso a un adulto… pero no quiero vanalizar lo
que el Señor pudo comunicar al corazón de aquella niña. Cuando nos acercamos a
sus apuntes espirituales, en muchos momentos, se tiene la impresión de que la
Madre Fundadora hacía aquellas contemplaciones ante la Imagen de su Cristo
atado a la Columna, y le dolía… y se dolía…
Viendo a Jesús azotado, despedazado, coronado de espinas, crucificado,
¿quién querrá regalos y gustos? Viva yo crucificada con Vos. Vos ultrajado por
los sacerdotes, soldados y toda clase de gentes, con todo género de ignominias,
¡y pretenderé yo estimación! ¿Ha de ser el siervo más que su Señor? Preciso es
estar dispuesto a sufrir desprecios en vista de los de Jesús; pero, Dios mío,
¡qué repugnante es a la naturaleza! En fin, si trabajo por adquirir humildad,
me será más fácil. El Señor me enseña en el huerto, a sufrir las penas
interiores, pues tan terribles las sufrió; ¿y yo no querré padecer una pequeña
desolación?
Jesús, clavado en una cruz, todo
hecho una llaga por mí: ¿y yo no me sacrificaré en correspondencia
justísima? Renuncie a todos mis gustos y
abráceme con la cruz.
Pero
santa Vicenta María no era una mujer plañidera de nostalgias o recuerdos del
pasado… Su encuentro con Cristo es un prolongado presente que le permite
reconocerle allí donde Él sufre, allí donde Él espera alivio porque «cuanto hicisteis a unos de estos hermanos
míos más pequeños, a mí me lo hicisteis».
Santa
Vicenta María sabía bien dónde y cómo se prolongaba ante sus ojos la pasión de
Cristo y en qué manera podía ella colaborar para que tanto sufrimiento no fuera
en vano:
…, Vos, Señor, despedazado con los azotes, traspasada vuestra augusta
cabeza con las espinas: ¿y por quién? Por mis pecados. ¿Y no será esto bastante
para comprender su gravedad y obligarme a sacrificarme con Vos, siendo yo el
culpable? Ya que parece que no tengo en mi mano mortificar este cuerpo, conozco
que me debo aplicar intensamente a la mortificación interior, reprimiendo mis
impaciencias, sujetando la arrogancia y apego que tengo a mi propio juicio,
ocultando cualquier cosa buena que haga, y no dando oídos a las alabanzas. Todo
lo conseguiré, si no aparto la vista de mis pecados, del infierno que tengo
merecido, de lo que a Vos os han costado, del conocimiento de que nada bueno
puedo tener de mí misma; pues, en todas las cosas, lo que a mí me pertenece,
son las faltas e imperfecciones. Dios mío, me esforzaré a trabajar para que
estas criaturas os sirvan, y así sean para ellas también útiles vuestros
intensísimos tormentos.
… …
Lo que sí quiero hacer, Dios mío, es trabajar sin descanso en procurar
que estas pobres criaturas vivan bien y se salven.
Santa Vicenta María vive en su misma carne la Pasión, porque
el Señor quiso asociarla a ella… y responde a esa gracia con dolor: dolor de una
enfermedad que mina su cuerpo y agota sus fuerzas físicas; dolor porque no
escapa a calumnias y malos entendidos; dolor porque el Señor le presenta una
inmensa mies para cultivar pero no le envía operarias suficientes; dolor
intensísimo porque no todas las chicas responden a la acción benéfica de la
gracia como sería de esperar; dolor porque en el Instituto no reina la más
perfecta caridad a la que ella y sus hermanas han sido llamadas; pero por
encima de todos ellos, hay un dolor que neutraliza todos los demás: dolor de amor, que le permite superar
cualquier otra pena y ofrecer todo su padecimiento en aras del más perfecto
cumplimiento de la voluntad de Dios para ella y para cada una de las personas
que el Señor le confía; dolor de amor que la lleva a identificarse con el mismo
amor que llevó a Jesús a la Pasión y la
muerte:
¡Con cuánto amor ha padecido mi Señor su Pasión y muerte por mí! Bien
decía el apóstol: la caridad de Cristo nos apremia a que vivamos sólo para
Aquel que murió por nosotros. Sí, Dios mío, al ver en Vos tanta generosidad,
quiero yo tenerla para hacer y padecer cuanto Vos queráis; pero, con prontitud,
con alegría y con afán de corresponder a tal bondad y cooperar a la obra de la
Redención.
Vos, Señor, dais la vida por mí: pues yo quiero vivir solo para Vos,
trabajando por aprovechar al prójimo, correspondiendo así, de algún modo, a
vuestra infinita caridad.
Si he de ser la Esposa de Cristo Crucificado, he de conformarme con El.
Hoy, queremos pedirle que su enseñanza nos valga, que su
ejemplo nos anime, que su dolor de amor se nos contagie, que como ella nos consideremos obligadas a ser tan del
todo y de solo Dios, como debemos ser todas las que formamos el Instituto de
Religiosas de María Inmaculada; porque también nosotras queremos «llevar las almas a Jesús», y porque
esperamos y anelamos, un premio inmerecido: lograr «algún día subir al cielo donde» mora ella y con ella, todas las
que nos han precedido.
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