Van pasando lo años... se cumplen hoy 142 de la muerte de doña María Eulalia Vicuña, viuda de Riega, fundadora del primera Asilo para sirvientas en Madrid. Una mujer cuya grandeza sigue siendo la perla de gran valor que aún no hemos conocido del todo... La 'Memoria' redactada por el P. Hidalgo para el I Congreso Católico de Madrid es, en buena parte, la mejor descripción que se ha hecho de doña María Eulalia, enriquecida con el artículo de Juan Manuel Orti y Lara, "Una mujer fuerte", que el P. Hidalgo incluyó en su trabajo.
Memoria presentada al
Congreso Católico de Madrid
el 24 de Abril de 1889
Instituto canónico religioso de
Hermanas del servicio doméstico de la
Inmaculada Concepción
R. P. Isidro Hidalgo,
S.J.
Instituto canónico
religioso de
Hermanas del servicio
doméstico de la
Inmaculada Concepción
[Introducción]
Difícil es hablar de un Instituto religioso cualquiera, si llega á
merecer el nombre de tal. El respeto que infunden las obras predilectas del
Altísimo; los inescrutables secretos divinos que ellos encierran en el órden
sobrenatural de la gracia, sometidos, digámoslo así, á la aceptación y
cooperación de sus criaturas; la elección gratuita que Dios hace de estas
mismas, para derramar en ellas y por su medio, cual copiosa lluvia, gracias y
misericordias sin cuento; narrar la historia de un Instituto, en la cual tanto
se trasluce siempre la admirable influencia del cielo; por mas que latente
pretenda como ocultarse bajo la obra del hombre; estudiar su desarrollo en la
lucha gigantesca y victoriosa que de ordinario empeñan contra las obras de
Dios, sus numerosos enemigos, y á veces porque así lo quiere Él, sus mismos
amigos; poner de manifiesto sus beneficios divinos, de los cuales como de su
fuente emanan los humanos, garantidos por la fidelidad de Dios mismo; dar una
idea clara y precisa de su estado actual, cuando, está como el que encabeza, se
encuentra en su mas pujante crecimiento; cual tierno tallo, que arraigado
primero por el hielo de las contradicciones, lozano se desarrolla en la
templada primavera, tarea es esta tan difícil, que además de la misión para
emprenderla, necesitará ella un entendimiento sin lindes, en cuanto carecer de
ellos cabe en el entender humano, y una pluma que supiera escribir cuanto este
entender alcanzase.
Aunque del uno y de la otra carece, el que, confiado en la benignidad
del que leyese, presenta estas mal pergeñadas líneas, pretende responder con
ellas á la propuesta del programa, que en su capítulo: «Memorias sobre algunas Instituciones en España», dice así: «2º
Orígen, desenvolvimiento, beneficios y estado actual de las Hermanas del
servicio doméstico». Y al empezar su trabajo: al contemplarle en
complexo, aunque en confuso; al fijar su mente en general en los acontecimientos
providenciales, que fueron comunicando la vida á este Instituto, no puede menos
de exclamar: «¡Qué admirable es el Señor en todas sus obras! ¡qué
incompresibles son todos sus juicios, é investigables sus caminos!». Porque si
es cierto que la magestad infinita de Dios aparece visiblemente en todas sus
obras, ¿cuánto más campeará en las que hace Él y encamina directamente á la
salvación de las almas? ¿Y qué otras cosa son las que en admirable y armonioso
conjunto se realizan para la formación de un Instituto religioso?
Por esta razón, lo más propio que al tratar de ellas puede decirse es,
repetir la exclamación del Apóstol. «¡Oh alteza de las riquezas de la sabiduría
de Dios! ¡Qué incomprensibles son tus juicios, é investigables tus caminos! ¡Oh
providencia amorosa del Señor para con la criatura redimida, que para que pueda
ella hablar de vuestras obras, de tal manera las ajustáis á las suyas, que
quien con la luz de la fe no las contempla, atribuye de ordinario a la simple
criatura la que es de Vos, el Criador!»
Tal haría el que estudiando el orígen é historia de las Hermanas del
servicio doméstico, mirase á la escasa luz del excepticismo ó naturalismo puro,
aquellos hechos, que formaron, como si digéramos, ya la cuna donde nació, ya el
campo espinoso por donde tuvo que pasar en su infancia, hasta llegar a
constituirse como lo está hoy en la Congregación religiosa, aprobada y
justamente encomiada por la Santa Sede, en vista de los frutos copiosísimos que
ha producido en las almas. Tal haría el que pretendiese explicar el no haber
descubierto la razón de su ser, hasta que ha llegado la hora, destinada por la
providencia sobre sus criaturas, las jóvenes sirvientas, para las cuales ha
llegado a ser una necesidad.
¡Necesidad! ¿Quién diría que al demediar el siglo diez y siete (1660)
no había Dios provisto al mundo del oportuno remedio para toda clase de
necesidades en la nunca bien ponderara fundación de San Vicente de Paúl? Este
insigne atleta de nuestra sacrosanta religión, a quien había cabido en suerte
un corazón formado como por la mano del mismo Dios para las heroicas empresas
de la caridad más activa; él a quien hizo pasar el Señor en sus altísimos
designios por todos los trabajos imaginables en los bien cumplidos diez años de
tristísimo cautiverio entre los bárbaros de Túnez; el que durante tan larga y
penosa esclavitud, había sufrido las humillaciones más profundas, al ser
vendido, una, otra y tercera vez a diversos señores, que en su barbarie y
ambición le impusieron la servidumbre más vil e insoportable, a la cual
respondió con tanta fidelidad como fatiga y aún necesidad, por carecer no raras
veces de alimento necesario; él a quien también hizo gustar el mismo Dios las
dulzuras de su bondad en sus comunicaciones de amor y sus misericordias de
librarle milagrosamente del cautiverio, y con él librando también a su último
dueño, sin poner de su parete más, que cantar las alabanzas del Dios de Israel,
repitiendo los salmos de David, propios de los cautivos y mezclando con ellos
la salutación angélica y la salve en honor de aquella, que tan tiernamente
llamaba su Madre, su consuelo y su esperanza, la Santa Madre de Dios; quién
diría, repito, al ver a Vicente con este corazón así formado, amaestrado y
enriquecido, teniendo además en su mano la decidida protección de Pontífices
tan poderosos, como lo fueron Urbano VIII, Alejando VII e Inocencio X, y al
propio tiempo la de los Reyes de Francia, Enrique IV, Luis XIII, la de la Reina
Gobernadora Dª Juana de Austria, y después la de su hijo Luis XIV, justamente
apellidado el rey cristianísimo, que tanto honró y protegió a Vicente en todas
sus vastas empresas; ¿quién diría que en la sexta década de aquel siglo, al
recibir Dios en el cielo aquella alma tan santa y generosa, no dejaba en la
tierra remediadas todas las necesidades en su Congregación de la Misión para
los pueblos, y en sus Hijas, tan propiamente apellidadas por él, Hermanas de la
Caridad, las ramificaciones todas de las caridad cristiana? ¿No dejaba ya
abiertos y gobernados por ellos tantos asilos y hospitales para los desvalidos
y enfermos: casas de refugio para los ancianos; cunas para los niños de un día,
abandonados de sus padres; casas de maternidad para poner a cubierto el honor
de muchas madres; talleres para los huérfanos; escuelas para los mismos y
colegios de socorro y enseñanza donde encontraban lo uno y la otra tantos
pobres desvalidos? ¿Qué necesidad dejaba Vicente sin socorrer? Al parecer
ninguna, pero Dios hará con el tiempo, que aparezca clara la necesidad de
nuestras Instituciones, y este tiempo vino, y con él la Congregación de
Hermanas del servicio doméstico. Veamos cómo.
Párrafo I. Su origen.
Siempre
ha habido en la iglesia de Dios, almas celosas de su gloria y de la salvación de
los prójimos: siempre las ha habido caritativas, ejercitando esta virtud en el
santo desempeño de las obras de misericordia. Madrid, en nuestra España, ha
sido siglos ha, glorioso teatro dando un modelo, que con su admirable ejemplo,
han logrado crear escuelas prácticas donde se puedan estudiar y perfeccionar
las virtudes que el ejercicio de estas obras necesariamente reclama.
Bien
puede llamarse escuela práctica de virtud y ejercicio de la obra primera de
misericordia, entre las espirituales, la asociación piadosa de la Doctrina
cristiana, creada en esta Corte a la mitad de este siglo por Caballeros y
Señoras solidamente piadosos, con el fin de instruir en los misterios y
verdaderos de nuestra sacrosanta religión, a los enfermos de los hospitales y a
los presos en las cárceles. Ya en aquel tiempo, advirtieron dichos Caballeros
en el Hospital general, y las Señoras en el de San Juan de Dios, que muchos de
los que allí llegaban, ignoraban la doctrina cristiana y aun aquellas verdades
que necesariamente han de saber todos los fieles para salvarse; y entonces
vieron con cuánta razón se lamentaba el Santo doctor sevillano, San Isidoro, Arzobispo
ilustre de aquella metropolitana Iglesia, no sólo de la ignorancia, sino más
bien de sus funestas consecuencias por ser en ella, decía, la madre de todos
los errores y la que alimenta todos los vicios.
Ignorantia mater errorum est et ignorante
vitiorum nutrix.
En el Hospital de San Juan de Dios, vieron más porque descubrieron en aquel
cuadro repugnante que forman los diversos enfermos, la altísima razón que tuvo
el angélico Doctor Santo Tomás para decir, que la lujuria extingue totalmente
el juicio de la razón. Ira et envidia
causant inconetantiam.. luxuria vero totaliter extinguendo judicium rationis.
¡Cuánta paciencia y constancia fueron necesarias para instruir a los
inconstantes y mudables a todo viento y para volver el juicio de la razón,
según expresión del angélico Doctor, a los jóvenes ciegos por el vicio torpe de
la lujuria; sólo lo pudo decir el celo de aquellos héroes, caballeros y señoras
que a tan dificilísima empresa se dedicaron con todas las veras de su ardiente
caridad.
Lejos
estaban ellos de creer que con sus afanes explotaban una rica mina, con cuyos
tesoros habían de redimirse tantas almas y más lejos estubieron aún de creer
que con sus enseñanzas echaban los cimientos a tantos miles de jóvenes que con
el tiempo habían de refugiarse y salvarse innumerables almas errantes en la
doctrina y moral, muchísimas ciegas con sus extravíos y vicios y no pocas desvalidas
expuestas a su ruina y perdición.
Pero lo
había determinado así la Providencia bondadosa del Señor y así tenía que
suceder, como en efecto sucedió.
Pertenecieron a esta Congregación de la Doctrina cristiana desde su
origen, dos hermanos piadosos descendientes de una de las nobles y distinguidas
familias de Navarra. Eran D. Manuel María Vicuña y Dª María Eulalia, digna
esposa del Ilustrísimo Sr. D. Manuel de Riega. Dedicabánse, como los demás
socios, a enseñar con asiduidad y santo empeño a los enfermos de San Juan de
Dios y a los pobres encarcelados; dirigiendo sus enseñanzas, exhortaciones y
consejos a que recibiesen lo antes posible los sacramentos de penitencia y
comunión, a cuya administración se consagraban con santo celo varios
sacerdotes, que al frente de los catequistas formaban y completaban esta
piadosa Asociación.
Separada de la sección de caballeros, trabajaba la de señoras con las
enfermas y encarceladas de su clase. El celo y actividad de Dª Eulalia, hizo
que esta obra se plantease en el Hospital general y en la Cárcel de Mujeres,
llamada generalmente La Galera. Hizo más aún, pues viendo con dolor suyo y el
de sus ilustres consocias, que los frutos de sus trabajos para con las jóvenes
de San Juan de Dios, se agostaban en la mayor parte de aquellas, desde el
momento en que convalecidas de sus dolencias salían del hospital, porque las que
vilmente habían precipitado su ruina temporal y eterna las hacían volver sobre
sus errados pasos por la seducción o injustas amenazas a las casas de donde cada
cual procedía, se propuso abrir un asilo, donde pudieran acogerse las que
verdaderamente arrepentidas quisieran mudar de vida. Bien veía Dª Eulalia las
mil y mil dificultades con que esta obra gigantesca tenía que luchar y por lo
mismo determinó fundarla sobre sólidos fundamentos, recurriendo al Dios de las
misericordias por medios tan piadosos como edificantes sobre los cuales quiso
poner su primera piedra.
Era el ocho de Diciembre de 1853, y cuando la luz de la aurora
empezaba a oscurecer la de los faroles de la iluminación pública todavía
encendidos, penetraba en el tempo de San Andrés de esta Corte, y se colocaba
reverentemente ante la imagen de la Virgen Inmaculada para saludarla con la
ternura de fiel y amante hija, la iniciadora, no de una, sino de más obras de
caridad que habían de dar mucha gloria a la Reina de los cielos, en el misterio
de aquel día, a quien consagraba ella sus primeros pasos para ofrecerle después
sus numerosas conquistas. Allí permaneció algún tiempo orando con recogimiento
y suplicándole confiada la gracia que tan hondamente había penetrado su
caritativo corazón; allí como buena española ansiaba un medio perenne con que a
lo menos, durante los días de su vida pudiera dar la gloria posible al misterio
de la Concepción Inmaculada. Allí pedía luces para descubrir un medio de
perpetuar esta obra que fuera digna de su Madre y Señora, y correspondiente a
los deseos de su alma; allí recibió devota y fervorosa el pan de los fuertes;
allí oyó una y otra vez el santo sacrificio de la Misa, y de allí salió
recogida toda en el amor de su Dios y de su Madre Inmaculada, en busca del
asilo en que debían recogerse las primeras jóvenes que extraviadas del camino
de su salvación, quisieran volver a Dios por medio de una conversión sincera, a
las cuales consagraba ella, desde entonces, sus bienes, sus trabajos y afanes y
hasta su misma vida, porque sentía en el alma la ruina de aquellas desgracias;
porque las tenía muy en su corazón; porque las amaba muy de veras.
Salió, pues llena de Dios, llevaba penetrado su bondadoso corazón de
estos sentimientos de caridad con sus favorecidas futuras, y yendo conducida
como de la mano de su Santísima Madre, ¡cómo no había de encontrar llanos los
caminos y vencidas las dificultades todas! Sin darse apenas cuenta de lo que
entonces hacía, como repetía ella muchas veces después, con la sencillez y humildad
que tanto la ennoblecían, sin apercibirse al parecer de lo que buscaba, halló
la cuna donde debían criarse para Dios las primicias de aquellas almas que sin
ella hubieran caminado ciegas a su perdición eterna. En la Calle del Luciente
se hallaba cuando oyó en su interior como una voz que le decía: "Esa habitación que vez desocupada, es
la destinada para el ensayo de tu santa empresa", y en su pequeñez
representa los anchurosos edificios que bien pronto se levantarán en España
donde vivirán para Dios muchas jóvenes convertidas de corazón a él.
Dócil Dª Eulalia a este movimiento de la gracia, alquiló el cuarto,
poniendo al frente del mismo una piadosa Señora, animada, como ella, de
verdadero celo para con esta clase de extraviadas. Llenóse desde aquel día la
reducida vivienda «La Caista», denominación que le convenía porque sólo se
habilitaron en ella tres plazas que enseguida fueron ocupadas por otras tantas
arrepentidas.
Poco tiempo duró con este destino la casita, porque la ilustre Vizcondesa de Jorbalán, de imperecedera
memoria en nuestra España, fundó para este fin una Congregación religiosa que
todos conocemos. Viendo los Vicuñas satisfechos cumplidamente sus deseos con la
nueva fundación, dirigieron sus miradas a las que con no menos urgencia que
necesidad reclamaban otro Instituto religioso que no se contentase con enseñar
la Doctrina cristiana, sino que aspirase a proporcionar asilo donde pudieran
acogerse las jóvenes huérfanas y desvalidas, y donde educadas se les abriese
camino para poder ganar honradamente el sustento y salario conveniente. Muchas
eran entonces, y por desgracia no son menos ahora las pobres sirvientas, que a
veces, el primer día de enfermedad hacen transportar sus señores al santo
Hospital, sin llevar a él, otro recurso que su pobre y humilde ropa. Muchas
eran en aquel tiempo, y más aún son en el presente, las que al salir apenas
convalecidas, encontraban cubiertas definitivamente sus plazas por otras que
desde luego las remplazaron. A esta clase de jóvenes honradas, pobres y
desvalidas, volvió Dª Eulalia sus ojos, y empezó con ellas a encontrar su
caridad el verdadero centro do convergían y descansaban sus aspiraciones todas:
«Pobrecitas, exclamaba al mirarlas
compasiva, pobrecitas, empezáresis al
salir de este hospital a empeñar vuestra pobre ropa y como toda ella da para
tan poco de sí, empezaréis empeñando la ropa para empeñar después vuestra pobre
alma; pobrecitas, yo dirigiré a vosotras mis desvelos».
Y en efecto desde el día en que las Adoratrices abrieron las puertas
de su Asilo, a las que habitaban en la casita, alquiló después nuevas
habitaciones, más capaces en las calles del Rubio y Humilladero sucesivamente,
pudiendo admitir ya en estas dos últimas, no sólo a las convalecientes, sino
también a las desacomodadas, que con datos fehacientes, llegaban a probar su
buena conducta moral y religiosa.
Empezaron desde luego a colocar en las casas de entera confianza, a
las convalecientes ya educadas, y también a las acogidas, luego que se
aseguraban de su fidelidad, instrucción y piedad. Reemplazaban a éstas otras en
iguales o parecidas condiciones, que sabedoras de tanto bien como en estas
casas por puro amor de Dios se les hacía, solicitaban con interés las plazas
vacantes. Las familias necesitadas de sirvientas fieles y honradas, empezaron a
recurrir al asilo en su demanda. La experiencia acreditó desde el principio,
que doncellas educadas cristianamente, doncellas temerosas de Dios, saben cumplir
bien sus deberes, y sacrificar a veces hasta la misma salud, su único
patrimonio, por servir fielmente y como Dios manda a las familias en cuya
autoridad ven representada la del mismo Dios. Por esta razón crecía de día en
día, ora el número de acogidas, ora el de Señoras que las reclamaban para su
servicio.
Miró entonces reflexiva Dª Eualalia su misma obra, y al ver aquel
grano de mostaza sembrado por ella en lo que había denominado Casita, por seguir a la letra la
parábola del santo evangelio, iba creciendo con tanta pujanza y lozanía, y
extendiendo con tanta profusión sus frondosas ramas, y que las bandadas de
avecillas que venían a guarecerse debajo de su sombra, reclamaban cultivadoras
más inteligentes y en número más crecido de lo que eran las que con ella se
dedicaban a este cultivo. Pensó seria y resueltamente apoyada en el prudente
parecer de su buen hermano D. Manuel, en llamar en su auxilio una comunidad
religiosa, que se encargase del régimen religioso interior del ya numeroso
asilo de la Calle del Humilladero. Empezaba entonces a propagarse por España,
el nunca bien ponderado Instituto de las Carmelitas de la Caridad, y en él
pensaron con preferencia. Bien conocían que un Instituto religioso reclamaba un
edificio mayor e independiente, y en su consecuencia mayores fondos y recursos.
Propusieron a las Carmleitas el estado de su obra, ofreciéndoles el
régimen interior de la misma, declarando al propio tiempo sus aspiraciones y
deseos.
Enterada de todo la Rvma. M. General de santa memoria, Paula de S.
Luis Gonzaga del Puig, aceptó la fundación, tomando de ella posesión el año del
Señor, de 1855.
Para llevar a cabo el gran pensamiento de Dª Eulalia, de adquirir un
edificio mayor y en propiedad, y asimismo de aumentar los recursos, se formó una
Junta de señoras. Su hermano, D. Manuel, que era como el alma de cuanto Dª
Eulalia ejecutaba, se asoció también con dos celosos y distinguidos Sacerdotes,
cuyos nombres se repiten siempre con veneración y respeto en Madrid, D. Andrés
Novoa[1] y D.
Antonio Herrero y Traña, y contrató y compró a su nombre D. Manuel Vicuña, una
casa grande en la Plaza de San Francisco. A ella se trasladaron al empezar el
año 1857[2] las
acogidas hasta entonces por los Señores Vicuña, y ya dignamente regidas por la
Carmelitas de la Caridad. El nuevo establecimiento llamose al principio Casa de Caridad; más poco después de
ser aprobados de Real Orden los estatutos de la misma[3], tomó
el de Casa de huérfanas y sirvientas.
El distinguido celo de las Carmelitas, por una parte y su vocación y
aptitud para la esmerada instrucción de las Niñas por otra, obligaron a los
protectores de esta casa a permitirles una sección de pensionistas que tanto
por su número como por sus notables adelantos se constituyó desde luego en la
parte principal de aquel establecimiento.
Si a esto se agrega, que interesada una Señora[4] de la
Junta de las pobres jóvenes huérfanas, logro que se creasen para ellas treinta
plazas, enteramente gratuitas, que en pocos días quedadon cubiertas, fácil es
colegir el lugar tan secundario, que en el edificio ocuparían aquellas, para
quienes propiamente se había comprado. No obstante ellas seguían siendo las
primeras en el aprecio de los Vicuñas, los cuales no podían mirar con
indiferencia, el ver reducidas a las sirvientas a vivir con estrechez en un anchuroso
edificio, y menos aún el que fueran admitidas las de informes dudosos al trato
con las demás; porque sabían por la experiencia de algunos años, que esto solo
bastaba para relajar la disciplina, para echar por tierra el reglamento, y para
herir de muerte la moral.
Hicieron frente con ingeniosa caridad a este verdadero mal, arrendando
por sí algunas habitaciones en S. Francisco, llamado el Grande, donde solamente
eran recibidas las de informes dudosos; y otra vez tuvieron que ser regidas,
las que formaban esta pequeña sección por una piadosa Señora. Allí permanecían
hasta que bien probadas eran incorporadas las que daban buena cuenta de sí, a
las del Estabecimiento, para ser colocadas. Andando el tiempo se presentó a la
Junta de gobierno un nuevo reglamento relativo a las sirvientas; como es de
suponer poco favorable a las mismas. En él, no solo se las colocaba en el
último lugar, y se disminuía su número, sino que se ponían tantos requisitos
para ser admitidas que se hacía muy difícil alcanzar una plaza. Se suprimía además
la casa, que podemos llamar de probación para las sirvientas, que era la
instalada en las habitaciones de San Francisco el Grande, y ni la clausura de
esta casa, ni la despedida de jóvenes, que allí había, las cuales sin ser
malas, corrían mucho riesgo de perderse, cabía en la caridad y celo de los
iniciadores y continuadores de la obra.
¿Quién, al ver el conjunto de hechos tan encontrados y opuestos, en
corazones verdadera y prácticamente piadosos y caritativos, había de sospechar
siquiera que de esta oposición se servía la misericordia del Señor, para
empezar a separar del todo otro Instituto religioso a aquellas almas,
destinadas a ser atendidas, educadas y protegidas exclusivamente por el del
Servicio Doméstico?
¿Quién diría que esta oposición había de contribuir tan poderosamente
a la fundación de dicho Instituto, al desarrollo de la empresa tan marcadamente
grabada en el corazón noble, consecuente y generoso de Dª Eulalia, y no menos
en el parecido de su digno hermano Don Manuel?
Los hombres no lo podían preveer, y sin embargo era un designio de la
Providencia divina. Quería Dios que las Carmelitas de la Caridad se consagrasen
con preferencia al fin principal de su Instituto, que es enseñar a Señoritas
pensionistas y huérfanas, y aunque por compromiso de fundación conservaron un
pequeño numero de sirvientas, reservaba Dios para Dª Eulalia, mejor diré, para
el que de sus trabajos nació, el cuidado preferente de esta clase tan numerosa
hoy en ciudades populosas, como necesitada de amparo y protección.
La confianza en Dios de los Vicuñas no se doblegó a este golpe tan
rudo, que los colocaba en su empresa
santa tan al principio, como lo estuvieron nuevd años antes, esto es, el de
1853, y después de tantos sacrificios, despredimiento y trabajos. Con la constancia
más resignada empezaron otra vez en las habitaciones de San Francisco,
alquiladas por ellos, a recibir a cuantas jóvenes cabían, para formarlas y
colocarlas convenientemente en casas cristianas, según sus bien calculados y
experimentados reglamentos.
Al frente de ellas estaba una celosa Señora que identificada con Dª
Eulalia en el mismo caritativo pensamiento, agotaban sus fuerzas, trabajando en
favor de estas jóvenes, para hacerlas todo el bien posible. Y le hicieron tan
grande, que no solo buscaban las Señoras con afán y empeño las doncellas allí
formadas sino que también se ofrecieron varias a cooperar a esta obra, ayudando
con sus intereses y servicios.
A la más leve insinuación de Dª
Eulallia determinaron ocuparse por sí mismas, de las acogidas, lo cual
empezaron a ejecutar con mucho mérito suyo, y no menor provecho de aquellas.
Entonces establecieron formalmente la escuela dominical, obligatoria aún
para aquellas que afiliadas a la casa estaban colocadas. A ella venían en los
días festivos, que las permitían sus Señores salir, y lo hacían con mucho
gusto, según ellas mismas aseguraban ya por el atractivo de la mucha caridad de
las Señoras, ya por el deseo de aprender a leer y escribir y contar y demás
cosas convenientes a su estado y condición; ya por las enseñanzas y ejemplos
que recibían de sus protectoras, mediante las cuales salían del asilo muy
resueltas a cumplir bien sus deberes, y a sobreponerse con fortaleza y
paciencia a las contradicciones y trabajos de la vida.
Tanto Dª Eulalia, como las demás Señoras empezaron a visitarlas en las
casa donde cada cual servía, para enterarse de sus mismas Señoras, si cumplían
o no sus deberes domésticos y religiosos a satisfsacción de todos.
Establecieron entonces los días, en que debían de hacer todas juntas comuniones
generales, que han sido siempre edificantes y provechosas. En obsequio a la
verdad a estas santas industrias se debe principalmente el desarrollo de esta
obra, tanto en lo que se refiere al personal como en los medios de formarle y perfeccionarle.
No fue pequeño el trabajo de estas Señoras para preparar y llevar a efecto la
primera y tal vez la más edificante y fervorosa comunión general en la Capilla
de la Tercera Orden. Concurrieron puntuales a ella, cuantas afiliadas tenían
sirviendo, que unidas a las de casa, aunque no muchas en número, eran
presentadas al Niño Jesús, por aquellas piadosas Señoras, como dones especiales
ofrecidos a su amor. Preciosa fue sin duda para el Niño la oblación de todos
aquellos corazones en el día en que conmemoraba la Iglesia, la que hicieron
aquellos Reyes de Oriente, llevándole a la gruta de Belén, oro, incienso y
mirra. Allí Señoras y sirvientas recibieron la sagrada comunión; allí oraron
unas y otras agradecidas a tanto beneficio; allí ofrecieron al Niño el
sacrificio de su amor; allí le suplicaron protección; y allí, como era
consiguiente a su fervorosa y común plegaria, recibieron el sello, que bien
claro certificó ante todo entendimiento sensato que aquella era obra del Señor.
Pero por lo mismo que lo era, debía ser probada y depurada aun más y
más, en donde se purifican todas las suyas, en el crisol de la tribulación. No
la tuvieron pequeña al ver que el edificio que habitaban se destinaba a otros
fines muy diversos. Recibió Dª Eulalia la notificación de despedida con el
sentimiento que era natural. Sabía ella por experiencia cuán perjudiciales eran
para estas empresas de caridad cristiana las mudanzas, pero levantando su vista
al Cielo exclamó: «obra vuestra es,
Señor, la que me habéis encomendado; obligado estáis a venir en mi ayuda».
Encomendose, como siempre confiada a la Inmaculada Virgen María, protectora
especial de aquellas sus amantes hijas, y aunque pequeña encontró en el mismo
día una habitación en la Calle de la Villa, suficiente para poder trasladar
allí su pequeño rebaño, cuyo título era entonces: Casa de Asilo y protección de sirvientas. Crecía de día en día
contra toda esperanza humana, el número de inscripciones de jóvenes honradas
que servían, por cuyo motivo se trasladaron muy pronto a la Calle de Cañizares,
a una habitación bastante más capaz. Bien puede decirse que en ella fue donde
empezaron a trabajar con holgura, tanto la Señora que estaba al cuidado de las
sirvientas, como las otras Señoras, en las escuelas dominicales, visitas domiciliarias
y demás industrias y trabajos con que se aumentaba el bien que hacían a sus
protegidas.
Bien puede decirse que en esta casa empezó el verdadero desarrollo de
la obra, a la cual proveyó Dios, no sólo de Señoras activas y subscriptoras, no
sólo de tales sirvientas que honraron el Instituto, sino también de que se
criara a la vista de las mismas la que como fundadora había de extenderle por
el mundo como Instituto religoso.
Tenían los Señores Vicuña una sobrina llamada Vicenta [María] López
Vicuña, que desde el año 1862 venía ocupándose de las sirvientas acogidas, con
el interés y prudencia, no de una niña como era entonces, pues sólo contaba
diez y seis años[5], sino de un alma destinada
por Dios desde los albores de su vida, para que la consagrara toda entera por
amor del mismo Dios a obras de misericordia y caridad cristiana. Esmeradamente
educada en su niñez por una tía suya, que después fue Salesa en el Primer
Monasterio de Madrid; cuando mayor siempre a la vista de su tía Eulalia, bajo
la dirección de profesores notables, que iban a su casa, supo la niña dar gusto
cumplido a sus amantes padres. Deseaba el uno que se instruyese en todo lo que
una señorita esmerada y profusamente educada, suele estarlo. Como
jurisconsulto, sabio y estudioso estimaba mucho el saber, y por esta razón se
lo encomendaba y deseaba tan de veras para su hija única. Anhelaba su piadosa
Madre, modelo cual lo era su digno esposo de virtud, honradez y caridad, que su
hija fuera buena y piadosa, y así se lo decía y repetía muchas veces. Dócil y
de buen natural la niña; con disposición más que regular para todo; con
aplicación asidua y aventajada, aprendió con fundamento la música, la pintura,
el francés y cuantos primores y ciencias suelen aprender las de su clase y
condición más aventajadas. Así satisfizo los deseos de su Padre. Al lado de su tía
en sus primeros años, al de Dª Eulalia después, aprendió la virtud sólida, no
solo teorética, sino lo que vale más, prácticamente, y así supo satisfacer los
anhelos de su Madre.
Como su tía, Dª Eulalia, no fiaba a nadie este depósito tan
distinguido y apreciable, que sus padres la habían confiado, ofreciendo en ello
a Dios un muy grande sacrificio, sólo porque la niña se educase en Madrid con
más perfección que pudiera hacerlo en Cascante, la llevaba consigo a todas
partes, para no perderla nunca de vista; así que iba frecuentemente al
Hospital, al Colegio y presenciaba cuantos actos de caridad ejercitaba su buena
tía, de quien puede decirse que su vida toda, especialmente la que la niña
conoció, fue un ejercicio continuo de caridad. Así la formaba Dios para la obra
en que Él la quería; y niña de doce años, ya se ocupaba en Carabanchel de abajo,
en la temporada de verano, que en una casa de su tía, y con ella allí pasaba,
en enseñar la docrina cristiana a las jóvenes de aquella localidad; en ordenar
comuniones generales, que ella promovía y en fundar la Congregación de las
Hijas de María, convirtiendo, con gran placer de su tía, la casa en escuela de
enseñanza, de doctrina y de virtud. Lo mismo hizo en Cascante en las cortas
temporadas que pasaba al lado de sus padres; y a ella le debe aquella Villa que
la vio nacer la fundación de la Escuela dominical, de la cual siguió siendo la
principal auxiliar, a pesar de sus pocos años. No es extraño que al ver su tía
la inclinación y celo de su sobrina por la instrucción de las jóvenes, le
dijese frecuentemente: «tus padres te han
traído a mi lado para que aprendas pintura, francés y primores; pero yo creo
que te ha traído Dios, para que cuides de estas pobrecitas (se dirigía a
las sirvientas), cuando tus tíos no puedan o desaparezcan de este mundo»; palabras
que vemos hoy cumplidas en toda la extensión de las mismas.
Lejos de esta memoria todo encomio y alabanza inmerecida, y aún
innecesaria, de la hoy reconocida por el Soberano Pontífice, León Papa XIII,
Superiora general del Instituto y fundadora del mismo, si es que esta no es su
mayor gloria y alabanza; pero como instrumento de que se ha servido el Señor
para obra tan grandiosa e inmortal es indispensable decir algo, y este algo
fundado en toda verdad, confiando, en que si como dice Santa Teresa de Jesús,
la humildad es la verdad; al ver escritas la fundadora las que de ella se
dirán, se confirme y perfeccione más y más en su humildad, estimulada por el
recuerdo de tantas verdades y mejor diremos de tantas bondades del Señor para
con ella.
Hija única de padres nobles y ricos, sobrina también única y presunta
heredera de sus tíos, Don Manuel y Doña Eulalia, asimismo acaudalados;
inclinada por natural y por virtud a proteger y hacer bien a las jóvenes
acogidas; hechos felizmente sus primeros ensayos para con ellas; después de un
noviciado de dos años sin ocuparse ni pensar en otra cosa que en las mismas, en
sus escuelas dominicales, en sus comuniones y preparación para ellas,
instruyéndolas, aconsejándolas, protegiéndolas; miró un poco sin presunción y
sin alarde a su porvenir, y se dedicó seriamente a utilizarle lo posible en lo
presente, que era entonces el año de 1864. Con
la fortuna de mis ancianos padres, se decía, con la de mis tíos, dedicada ya de
hecho a esta obra piadosa podría tal vez fundarse un Instituto religioso que la
perfeccionara o perpetuara, puesto que tan ricos frutos están produciendo en
las almas de estas pobres acogidas con la bendición de Dios.
Yo espero confiada que
esto ha de llegar a relizarse algún día, y ¿por qué no ha de abreviarse este
tiempo tan precioso y esta obra tan de Dios? Yo deberé tomar una parte activa
en ella, así lo siento, y desea mi alma; Dios llamará sin duda almas que
organicen y lleven a cabo este pensamiento mío; yo, aunque impotente para
ellos, quisiera verlo realizado cuanto antes; ¿qué haré? Sólo el proponer este
mi pensamiento me humilla; dirán que es una ilusión de niña, de la cual nadie
hará caso, y derecho tienen a reíse de mí y despreciarla; se funda todo en lo
porvenir, y ya sé que ni lo presente está seguro.
Así discurría esta sensata y cuerda niña, así luchaba entre el temor y
la esperanza; decírselo al confesor, que era entonces un Padre benemérito de la
Compañía de Jesús, le parecía una reprensible simpleza y ocultárselo, falta de
claridad y confianza. Dios que sin duda se complacía en esta lucha de caridad,
quiso abrirla camino por entonces, e irla preparando así para la victoria, y
posesión del bien, porque ansiaba su santo celo, valorado con el candor de su
inocencia; enriquecido y hermoseado, con sus pueriles trabajos dedicados con su
rico fruto a favorecer a las acogidas.
Diole el Señor resolución suficiente para declararse al confesor; oyó éste
su propuesta muy bien razonada, a la cual dijo que no le parecía tan
descabellado el pensamiento. El fin, añadió, me paree muy digno de una
Congregación religiosa; hasta el presente ninguna se ocupa de acoger a esta
clase de sirvientas, harto necesitadas de protección en sus desacomodos; muchas
de ellas alejadas de sus padres; sin casa donde servir, sin hogar donde
cobijarse seguras; sin recursos de ningún género; rodeadas de peligros;
fascinadas con seducciones halagüeñas al parecer; inexpertas e inconscientes se
precipitan y desgraciadamente se pierden. Bien necesitan estas pobres una mano
bienhechora, y tal vez quiera dársela el Señor por medio del proyectado
Instituto. Esperemos que Él irá, con el tiempo, declarando su voluntad
sacrosanta. Muy gozosa quedó la piadosa doncella tanto de su propuesta como de
la contestación del Padre, el cual la exhortó a que lo consultase con otros sacerdotes
de ciencia, de virtud y de experiencia. Obediente, como lo era, lo hizo muy
pronto, proponiéndolo a varios Padres de la Compañía de Jesús, los cuales
unánimes aprobaron el pensamiento y proyecto.
Dedicóse entonces por consejo del mismo confesor, a ir formando las
bases del futuro Instituto tal cual le tenía, y revolvía en su mente, y para
tomar alguna idea, leyó las constituciones y reglas de algunos modernos, siendo
el primero por indicación del Padre, el de la Compañía de María.
Una nueva pena vino a contristar el ánimo de los Señores Vicuña; fue
la muerte del Iltmo. Sr. de Riega, digno esposo, según se ha dicho ya, de Dª
Eulalia Vicuña. Dios, que de los males suele sacar bienes, así lo quiso hacer
al presente para consuelo de aquella desolada familia.
Frecuente suele ser en Madrid el mudar de domicilio la familia a la
muerte de alguno de la misma. Al seguir esta costumbre Dª Eulalia, y su Sr.
hermano, se propusieron acercarse todo lo posible al Asilo. Providencialmente
se hallaba desalquilado un cuarto grande y contiguo al que ocupaban las
sirvientas en la calle de Cañizares. Trasladáronse a él, con la sobrina, la
cual, fuera de algunas y cortas temporadas que pasaba al lado de sus padres en
Cascante, donde aquellos residían de asiento, vivía siempre en compañía de sus
tíos, y según queda dicho, enteramente consagrada al cuidado y educación de las
doncellas. En esta nueva habitación abrieron una puerta que comunicaba con el
Asilo; habilitaron en ella un Oratorio bastante capaz, que inauguraron con una
comunión general el día 7 de Junio de 1868, domingo de la Stma. Trinidad. La
solemnidad con que celebraron Señoras y acogidas tan fausto acontecimiento; la
numerosa comunión de más de ochenta acogidas, sin contar las Señoras y algunas
convidadas; el fervor y devoción con que la hicieron; la vida vigorosa que
manifestaba ya esta, que podemos llamar Institución piadosa, auguraban que se
acercaba el cumplimiento de lo que, tanto Dª Eulalia y su hermano, como su
sobrina habían deseado de tantas veras.
Otro triste acontecimiento vino a turbar la santa paz, esperanza y
alegría en que vivía, aquella piadosa familia. Fue la muerte del fiel consejero
de Dª Eulalia; del que había compartido con ella todas las amarguras; del que
tantas veces había comunicado aliento y fortaleza para sobreponer a todo lo que
directamente o indirectamente se había opuesto a su noble empresa; el principal
y alguna vez el único defensor de las jóvenes acogidas. Murió en Marzo de 1869
D. Manuel Vicuña; lloraron su muerte, su buena hermana, su amante sobrina, su
familia y todas las acogidas.
Lo sintieron sus numerosos amigos, no sólo por el vínculo de la
amistad que con él los unía, sino también por el hueco que dejaba en Madrid en
varias obras de piedad. Tipo del noble caballero español cristiano, a usanza de
lo que habían sido felizmente sus antepasados; fundida en seriedad y energía en
el molde de la caridad más dulce, paciente y benigna; tan desprendido de las
cosas de la tierra por nobleza de corazón, como inclinado a socorrer con ellas
al necesitado, muy en particular a las jóvenes sirvientas; ocupando siempre el
lugar que le pertencía con dignidad y decoro; sin bajezas ni adulaciones; sin
sombras siquiera de vanidad y soberbia; constante y siempre consecuente en sus
deberes, no sólo de justicia, sino de fidelidad, de atención de gratitud y
caridad, no era fácil reemplazar, aún en aquellos tiempos, a estos gigantes del
honor y de la caridad. Así pudo pensarse humanamente en los momentos en que
premiaba Dios, según es de esperar, la virtud y santidad de aquel varón justo y
generoso, ciñendo su frente con corona de gloria inmortal; pero los que así
pensaron se olvidaban de que al tomar posesión del reino, el que tanto había
hecho por sus obras de caridad en el destierro, alcanzaría del Dios de las
misericordias gracias especiales para aquellas, particularmente para la que
dejaba él legados sus bienes, siempre que su digna hermana no los necesitara
para sí. El asilo de sirvientas era su único heredero, según constaba en su
piadoso y edificante testamento.
¡Qué providencia la del Señor para con esta su obra! La muerte del
Iltmo. Sr. de Riega, acercó a sus fundadores al Asilo de sirvientas; la de don
Manuel Vicuña hizo refundir la casa de su hermana en la misma de las acogidas.
En efecto se trasladaron todos a una espaciosa habitación en la Plaza de San
Miguel nº 8 – 2º, reservándose Dª Eulalia, para sí, un gabinete en la misma y
no el mejor; porque éste se lo dedicó al Señor, convirtiéndole en una hermosa
capilla.
Crecía el número de Señoras, que con la abnegación y caridad de la mujer
fuerte, se ofrecían incondicionalmente a Dª Eulalia, para trabajar con las
acogidas, en lo que dispusiese y mandase; y crecía asimismo el número de
acogidas. No es extraño que la que en mil ochocientos cincuenta y cinco pensó
en las Carmelitas de la Caridad, para taerlas como lo consiguió, en su ayuda
para el régimen interior de sus protegidas; al ver ahora en mayor desarrollo
que entonces su misma obra, pensase en otro Instituto, para que de ella se
encargase. Y como estaba en todos los secretos de su sobrina, pensó en ella, y
la habló de esta manera: Tú sabes, que yo
no tengo vocación, ni siquiera la menor inclinación a ser religiosa; pero la
tengo grande para desear que esta mi obra esté en manos de religiosas. Tú viste
con mucha claridad en los ejercicios, que tiempo ha hiciste en el primer Real
Monasterio de Salesas, que Dios te llamaba a fundar una Congregación religiosa,
dedicada exclusivamente a esta obra, según entonces confidencialmente me
dijiste.
Sé que tiempo ha, te
vienes ocupando de formar las reglas que en ella se han de observar, quisiera
que fueras tú la que te encargases de estas pobres jóvenes, que tanto te
aprecian y respetan, y a quienes tú tanto quieres, y tanto bien las haces.
Al oir estas tan serias apalabras, ella que era naturalmente temerosa,
pensó una vez más en la Salesas, y turbose por un momento, hasta el punto de no
saber qué contestar a la propuesta. Fuese al que era su refugio en las
tribulaciones, Jesús Sacramentado, y serenose apenas le rindió su adoración.
Recordó los ejercicios hechos en las Salesas, el año 1868, y la seria elección
que había hecho en ellos en favor del Instituto que su tía le proponía; contra
las inclinaciones como era natural que tenía a la vida visitandina; el aprecio
místico que con estas Religiosas la unía; la veneración con que las miraba; la
seguridad con que las veía caminar al reino de los cielos; y hasta contra la
indicación del mismo Director de los santos ejercicios; y volvió a ver claro
que no Salesa, sino servidora de las sirvientas la quería su amante esposo,
Jesús crucificado, a quien en el sacramento adoraba encerrado en el
Tabernáculo, del cual salían para su alma estas luces y esta formal resolución.
Allí le hizo ver Jesús la especial providencia, que sobre ella había tenido,
recabando por caminos extraordinarios el deseado permiso de sus padres, para
dedicarse al cuidado de las acogidas, después de siete meses de prudente
prueba, a que les pareció bien someterla para asegurarse de su vocación; allí
vio que había llegado la hora de empezar a relizar lo que doce años hacía, la
había inspirado, siendo aún niña de 16 años; allí vio claro finalmente, que
quería realizar esta fundación por su medio. Consultado todo esto con su Padre
espiritual recibió la última y decisiva confirmación.
Dedicose entonces a terminar los reglamentos de que tiempo hacía venía
ocupándose para el orden no sólo de las acogidas, sino también de las señoras,
y muy en breve presentó unas reglas que llamó provisionales, las cuales
aprobadas, empezaron a observarse el año 1871. En ella se daba perfecta
organización religiosa a las señoras, conforme al espíritu de las Constituciones,
que en bosquejo tenía escritas y aprobadas por su Director, hacía ya algunos
años: y también se la daba a las acogidas en su reglamento tan completo que
puede decirse que es el que rige hoy en todos los Colegios del Instituto. En él
se encarga seriamente que no se admitan jóvenes que no tengan informes muy
seguros, las cuales en general deben ser huérfanas o tener ausentes sus
familias. No han de ser menos de 14 años ni pasar de 30, y deben tener salud y
capacidad para servir. Se las ha de recibir gratuitamente, que ni de ellas, ni
de sus familias puedan emitirse donaciones ni pensión alguna, ni siquiera el
más insignificante regalo; y permanecerán en el Colegio, hasta que suficientemente
instruidas en todo, se las coloque en casas de entera confianza, con la
condición precisa de asistir a la escuela dominical del Colegio, todas las
tardes de los días festivos que tuviesen libres; a las comuniones generales y a
los ejercicios espirituales que se dan para ellas todos los años en tiempo
oportuno y horas convenientes. Cuando saliesen de las casas por justas razones,
y con el parecer de las señoras, si en ellas hubiesen observado buena conducta,
volverán al Colegio, para ser nuevamente colocadas.
En las pascuas de Natividad, Año Nuevo y Carnaval, tendrán diversiones
especiales preparadas de antemano por las que estuviesen en el Colegio, a las
cuales asistirán todas las que pudiesen. A fin de año se reparten algunos dotes
y premios, que se darán a las que se hayan distinguido por su buen
comportamiento en todo. Este fue en sustancia el primer reglamento para las
sirvientas, el mismo que rige hoy.
No contenta con esto la fundadora Srta. Dª Vicenta [María] López
Vicuña, redactó y cumplió las antiguas Constituciones que presentadas al Emmo.
Sr. Cardenal Moreno, fueron aprobadas con el mandato de que se empezaran a
observar el día 8 de Diciembre de 1875, dando al nuevo Instituto el nombre de Hermanas del servicio doméstico. La
organización que las reglas y Constituciones daban a dichas señoras, era según
queda dicho, como de una Congregación religiosa, empezando a vivir todas en
esta clase de vida con gran contento de sus almas, y mayor provecho que hasta
entonces, de sus protegidas. Así marchaba prósperamente esta piadosa obra,
cuando consagrado Obispo auxiliar de Madrid, el Iltmo. Sr. Don Ciriaco [María] Sancha
y Hervás en 1876, y encargado felizmente de la dirección de las religiosas
pensó seriamente en elevar a la categoría de tales a las señoras de este, del
cual desde su venida a Madrid había sido especial protector, en vista del bien
que hacía a las jóvenes sirvientas.
Fue su primera determinación, conferir el hábito religioso que había
de usarse en la Congregación a tres de las señoras más probadas, siendo la
primera la sobrina de Dª Eulalia, considerada desde entonces como fundadora y
superiora general del futuro Instituto. Bien persuadido el dignísimo Prelado de
la fiel observancia de todas las reglas antes aprobadas, de la verdadera y
sólida vocación religiosa; y del amor acendrado a la obra; aprobado por él el
hábito religioso, fijó para su investidura solemne el 11 de Junio de este mismo
año, domingo de la Stma. Trinidad.
Preparáronse las tres aspirantes a tan solemne ceremonia con ejercicios
espirituales dirigidos por un Padre de la Compañía de Jesús, el mismo que las
confesaba y dirigía desde el año anterior. Llegada la tarde de aquel para siempre
en la Congregación memorable día; revestido el Prelado con las insignias
pontificales; y estrenando el formulario de la tierna ceremonia, que sigue
usándose al presente, confirió solemnemente a las tres el santo hábito, que
devotas y fervorosas recibieron, declarando a las mismas novicias primeras del
Instituto, bajo la regular observancia de las Constituciones y reglas ya
aprobadas, y bajo la dirección espiritual de un Padre de la Compañía de Jesús,
el Rdo. P. Isidro Hidalgo. En el ceremonial hace el Prelado una pregunta a la
pretendiente, diciéndole: si se considera con fuerzas para consagrarse al
servicio y cuidado de las jóvenes sirvientas. Al hacer el Sr. Obispo esta
pregunta a la Superiora, y al oír las acogidas de su boca, que este fin del
Instituto era tan acomodado a sus deseos, que daría con gusto el reposo, la
salud y hasta la sangre de sus venas por las acogidas, prorrumpieron todas las
que allí estaban en un llanto tan sentido que ni los cánticos, ni las
consoladoras palabras que las dirigió el Excmo. Prelado pudieron contenerlas, y
las redoblaron cuando retirada la fundadora, la vieron salir entre las otras
dos, vestida ya de religiosa. No es de extrañar que lloraran; razón tenían para
derramar copiosas lágrimas, siquiera de gratitud, de ternura y de alegría.
De gratitud. ¿Cómo podían menos de agradecer el sacrificio que por ellas
ofrecía, la que, juzgando según discurrir del mundo, podía vivir tan feliz
entre riquezas y honores y servida de cuantos hubiera deseado, al oírla decir:
que gustosa se ofrecía a servirlas por todos los días de su vida? ¿Cómo no
agradecer al oírla decir que tenía por su mayor dicha, este oficio de caridad?
Lloraban con sobrada razón lágrimas de ternura. ¿Qué más tierno que ver en un
momento despojada de todas las galas a una joven llena de vida y vestida de una
mortaja, para vivir muerta al mundo en Cristo y por Cristo Jesús? Lloraban de
alegría. ¿Qué mayor alegría entre ellas, que encontrar en su orfandad una
segunda madre en ausencia y a falta de la primera? Lloraban pues con razón y
lloraban también con la misma, al ver a las otras dos, que desde entonces
llamaron Hermanas, repetir y vestirse de la misma librea que la Madre. Este es
el glorioso origen de este distinguido Instituto. Estudiemos ahora su
propagación.
Párrafo II. Desenvolvimiento
Seguía Dª Eulalia, con algunas señoras al frente del Colegio
de sirvientas, y al de las dos novicias, y demás pretendientes, su sobrina la
muy Rvda. Madre Vicenta María López y Vicuña. Presentó ésta al Sr. Obispo, como
acreedoras a formar una comunidad con las tres primeras a seis señoras
postulantes, y el Prelado las admitió a la imposición de un velo que desde
entonces vienen usando, desde que ingresan en la Congregación las llamadas
pretendientes, hasta que visten el santo hábito. Esta ceremonia también solemne
por solo aquella vez, tuvo lugar el día 16 de Julio de 1876, y al propio tiempo
bendijo el Sr. Obispo, declarando clausura el departamento de la casa destinad
a noviciado. Como estas sus pretendientes dieron tan buena cuenta de sí en la
santa observancia, previa licencia del Emmo. Sr. Obispo, vistieron el santo
hábito el día 15 de Agosto, fiesta solemnísima de la gloriosa Asunción de la
Sma. Virgen a los cielos, día en que puede decirse, que empezó con nuevo
fervoroso estusiasmo para las nueve la estricta observancia regular.
No es posible describir el aprecio con que empezaron todas a
mirar y observar las Constituciones aprobadas por el Exmo. Sr. Cardenal, y las
reglas, también aprobadas provisionalmente por el Exmo. Sr., entonces Obispo
auxiliar de Toledo, hoy digno sucesor del primer Obispo de Madrid-Alcalá,
mártir del cumplimiento santo de su deber pastoral. Mucho debe este Instituto
al Exmo. Sr. Sancha y Hervás. Le debe el haber sido elevado en aquel tiempo a
la categoría de Congregación canónica-religiosa; le debe el aumento y
prosperidad, tanto en personal como en medios de subsistencia; le debe lo que
vale más que todas las dàdivas humanas, le debe provechosísimas enseñanzas y
consejos; le debe el haberse propagado en nuevas fundaciones con su recomendación
y favor; y por último ha querido Dos que le deba el haber influido como Prelado
propio, para obtener la aprobación pontificia, como más adelante se dirá.
Favores son estos que el Instituto no podrá olvidar jamás, y es de esperar que
en sus oraciones tendrá siempre distinguido lugar el encarcelado de Santiago de
Cuba, por defender los fueros de la unidad de la Iglesia santa; el Obispo
abulense del centenario de Sta. Teresa de Jesús, el celoso promotor de este
memorable Congreso Católico Nacional.
También debe tenerla del que aprobó el primero el
pensamiento de la muy Rda. M. General, el cual contesta desde Santiago de
Galicia al recibir la noticia de haber vestido el santo hábito la fundadora, su
antigua dirigida, lo siguiente: «Mi muy
estimada hija espiritual: hoy [22 de Julio 1876] me ha dado la Srta. Dña. Paz la agradabilísima noticia de que el Señor
empezaba a mostrarse propicio a esa obra, que como hermoso tesoro estaba oculto
entre los muros de un segundo piso en una casa de poca apariencia. Que el Sr.
Obispo la mira con predilección; que les ha dado hábito, que tienen noviciado;
y aun que el Sr. Arzobispo de Zaragoza ansiaba tener una casa fundada por Vds.
Que a V. le había dado el cargo de Superiora, y que contaba ya con varias hijas
y novicias. Cuánto me haya alegrado esto, Vd. sola que sabe cuántas veces le
había dicho que la obra era de Dios, y que se había de hacer, y se había de
propagar rápidamente, sin otra razón que el conocimiento de que es una obra
necesaria en la sociedad actual para la mayor gloria de Dios y protección de
ese sin número de jóvenes sirvientas que en la peor edad vagan huérfanas de
padre y madre en medio de peligros sin cuento. Tibi direlictus est pauper,
orphano tu eris adjutor: a ti se acoge el pobre, tú eres el amparador del
huérfano. (Ps. 10 y 44). ¿Pues cómo ha de faltar Dios a esas pobrecitas, que
por ganar honestamente el pan de cada día, se sujetan a tanto trabajo?
¿Cómo no les había de
deparar una religión que con el corazón de padre y madre les sirviera de amparo
y protección? Sí, hija mía en Cristo, si animé a V. en sus desmayos, si la
aseguré en sus dudas, si contribuí a que la obra se llevase adelante, ahora que
la veo ya despuntar como planta que sale de la tierra, que ha de crecer como un
gran árbol y al que se han de acoger muchas almas amantes de Jesús y ha de
cobijar bajo su saludable sombra miles de jóvenes que han de ser conducidas por
el sendero de la eterna vida, qué le diré? Que sea muy humilde (Is. X,15) ¿Se
gloriará el hacha contra quien la maneja? ¿Se ensoberbecerá la sierra contra el
que la mueve? A ti Señor, tan solo el honor y la gloria. Muy devota: sólo de la
oración podemos sacar lo mucho que es necesario para acertar. Petite et
accipitis (Joan XVI.24). Muy laboriosa: si muchos campos, al principio
fertilísimos, se han llenado de ortigas, no ha sido sino por la inacción de los
colonos (Prov. XXIV.30) y después los abandona el supremo Señor, o los tienen
en su Iglesia, como criados viejos en las casas de los señores, como dice
Rodríguez, y trae otros más laboriosos que le sirvan.
Dios la bendiga y
nos bendiga a todos, para que la suya
voluntad, sin temor y perfectamente la cumplamos. Su Svo. y Capp. en el I.C. V.
Medrano».
Bien merece pues, quien tanto cooperó a esta obra, que ella
le consagre oraciónes.
Apenas se tuvo noticia en provincias de este nuevo
Instituto, cuyo solo nombre de “Hermanas
del servicio doméstico”, declara lo bastante ese loable y santo fin, que es
aparte de buscar por él la perfección las que le forman, el dedicarse a moralizar,
educar y perfeccionar en lo posible a las jóvenes sirvientas, empezaron a
suplicar fundaciones, ya respetables sacerdotes, ya asociaciones de señoras, ya
los mismos Prelados de distintas diócesis. Entre ellas fue preferida la que se
hizo de Zaragoza no solo por el conjunto de coincidencias providenciales que
apoyaban la petición, sino también por colocarse la Congregación a los pies de
la Virgen del Pilar, su protectora especialísima por venerarla como Patrona en
el misterio de su Concepción Inmaculada, el mismo que se representa y se adora
en la aparición del Pilar, gloria incomparable de nuestra nación española.
Tanto se instó para que esta fundación se hiciese enseguida,
que el seis de Diciembre de este mismo año por la mañana llegaron a aquella
Capital, cinco religiosas, al frente de las cuales iba la muy Rda. M. General,
destinadas a establecer la fundación primera del Instituto. Esperaban su
llegada en la estación del ferro-carril varias señoras de la primera distinción
y nobleza de la ciudad, las cuales, después de acomodar en sus carruajes a las
que con tanto cariño y alegría habían dado la bienvenida, se dirigieron todas
al Santuario de la Virgen del Pilar, donde las esperaban otras nobles Señoras y
el que podemos llamar iniciador y fundador de aquella casa, D. Antonio María Cascajares,
entonces canónigo de aquella Iglesia metropolitana, hoy digno Obispo de
Calahorra. Preparado estaba tan distinguido Sr. para ofrecer el santo
sacrificio de la misa en el altar de la Sma. Virgen, por el feliz éxito de
aquella santa empresa, lo cual hizo, luego que aquellas ilustres y piadosas
peregrinas, postradas ante la imagen veneranda de su augusta Madre y Señora, se
ofrecieron generosas, como amantes esclavas y suplicaron confiadas su poderoso
auxilio y protección. Como todas estaban en ayunas, recibieron de manos de su
más ilustre bienhechor dentro de la misa la sagrada comunión.
Terminada esta, y dadas las gracias correspondientes, se
despidieron las fundadoras y la comitiva, de la Sma. Virgen para ir a saludar,
como lo hicieron en su palacio al Emmo. Sr. Cardenal Gil, el cual las recibió
con suma paternal benevolencia, las bendijo y después de darles a besar como lo
hicieron reverentes su anillo pastoral, las animó a cumplir sus Constituciones
y reglas que ya conocía y había confirmado; ofreció su cooperación para todo, a
fin, dijo, de tener la mayor parte posible en el fruto que de la Congregación
esperaba, y considerando a las viajeras necesitadas de descanso, les dio a
besar el anillo, despidiéndolas con amor de Padre hasta el siguiente día, en
que pensaba visitarlas en su casa, que ya tenían preparada, para inaugurar en
ella su santa provechosa obra.
Acompañadas de las señoras llegaron al fin de su jornada, y
entrando en la Capilla de la casa y dando gracias por todo al Señor, también de
las dieron muy expresivas a las Señoras por tantas atenciones y favores para
con ellas; y ya solas en su nueva morada, tomaron las medidas para establecer
la clausura convenientemente, a fin de dedicar lo restante a las Colegialas.
Prepararon lo que pudieron para recibir al siguiente día al Emmo. Sr. Cardenal,
mas como no pudiera verificarlo por sus urgentes ocupaciones, ofreció hacerlo
en la mañana del día más solemne de la Virgen para la Congregación, en la
fiesta de la Inmaculada Virgen María.
Muchas fueron las familias que durante el día siete las
visitaron y muchas y muy generosas las ofertas que varias hicieron, unas en
promeso, otras de presente; siendo estas últimas si no de absoluta necesidad, a
lo menos muy convenientes, para inaugurar como convenía un Asilo de caridad. El
Emmo. Sr. Cardenal entraba en la casa el día ocho a las diez de la mañana. Era
recibido por vez primera, por sus humildes y agradecidas hijas, al lado de las
cuales se hallaba la nobleza zaragozana en sus más distinguidas damas, que
llevaban la casa. A ellas se dirigió especialmente en una breve plática,
después de felicitar a las fundadoras, Su emma. Rma. para recomendarlas la
decidida protección de aquel Instituto, que creía él ser muy digno de Dios, y
por lo mismo dignas las que le representaban de ser ayudadas por ellas con
recurso de todo género, facilitándolas por este medio la moralización de las
jóvenes que se dedican a servir, cuyo beneficio, cuán grande fuera para la
Ciudad, ninguno mejor que ellas podía conocer y apreciar.
Declaró que desde aquel momento quedaba instalada
canónicamente la Comunidad bajo su protección y, como la de Madrid, bajo la
dirección espiritual de un Padre de la Compañía, declarando asimismo abierta
aquella casa para recibir en ella las sirvientas de reglamento, augurando que
su bendición representaba la que esperaba daría desde el cielo Dios Padre, Dios
Hijo y Dios Espíritiu Santo. Bendecida la casa y declarando clausura el
departamento de las Hermanas, se despidió de las mismas, volviendo a ofrecer su
cooperación para todo. Enseguida empezaron a recibir jóvenes, y al poco tiempo
era la casa de Zaragoza un fiel trasunto de la de Madrid. Como la obra era tan
de Dios, no faltaron en su principio contradicciones y trabajos, escaseces y
penurias; pero caían en corazones bien dispuestos, que consideraban todas estas
cosas como preciosas dádivas del Señor, muy a propósito para afianzar su obra
como lo lograron por cierto con su constancia en el sufrir.
En Mayo del año siguiente de 1877, salieron de la Casa
noviciado de Madrid cuatro religiosas para encargarse de un Colegio de
Huérfanas en Jerez, el cual esperaban convertir, según promesa, en casa de
sirvientas; pero viendo que esto se prolongaba indefinidamente y que su
ocupación no era conforme al espíritu y fin del Instituto, regresaron a Madrid,
no sin dejar allí edificantes ejemplos y recuerdos, entregando el Asilo a las
Hijas de la Caridad, a las cuales convenía por ser conforme a los fines de su
Instituto.
Como en Madrid, tanto el número de religiosas como de
colegialas, se aumentaba de día en día, llegando el de estas últimas hasta el
punto de no poder recibir ni una más por falta de localidad, determinó Dª
Eulalia comprar una casa bastante capaz en la Calle de la Bola nº 7.
Hecha la escritura de venta y algunos reparos, ya se pudo
trasladar allí el Noviciado y Colegio, el día 23 de Julio de 1877. Aunque al
principio se colocaron con bastante holgura, bien pronto vino a ser pequeña
hasta el punto de tener que arrendar una casa contigua por la calle del
Fomento. Admirábase Dª Eulalia de que su capital diera de sí para tanto, pues
pasaban de ciento las que de él vivían.
Mucha era la gratitud hacia la divina providencia, a quien
únicamente podía atribuirse tanto favor. Gloriábase ella en ver cómo
correspondían las jóvenes acogidas, y se consideraba tan humillada al mirar la
piedad, el recogimiento y la observancia de las religiosas, que se llegó a
considerar indigna de vivir en su compañía; pensamiento que la obligaba a
ocupar el último lugar en su casa propia; por más que las religiosas la
dispensaran las distinciones y gratitud que de justicia le debían. Purificada
así aquella afortunada alma, enriquecida con la continua práctica de la caridad
y misericordia, ennoblecida por la abnegación más absoluta de sí misma;
fundada, sólidamente en la humildad más humilde; dilatada su alma por un amor
de gratitud hacia Dios, que la abismaba en sus beneficios sin cuento; abrasada
por el santo celo de la salvación de las acogidas; terminada ya su obra y
puesta felizmente; contemplándose como peregrina en tierra extraña, sin casa,
sin hogar, sin derecho a nada, porque todo lo había donado generosamente a sus
acogidas; considerándose indigna de vivir en su misma casa, pudo decir con el
Apóstol de las gentes: «He terminado mi
carrera»; y al verla Dios rica en méritos para su gloria; ¿qué había de
hacer si no exaltarla y premiarla su caridad y su celo, ciñendo su frente con
gloriosa e inmortal corona? Sí, premiola el cielo con su gloria, y la tierra
con lo que puede dar a los que practican la caridad para con sus semejantes, y
a los que cabe la muerte preciosa a la vista de su Dios.
La premió el Señor en la vida, viendo con admiración la
bondad de su misma obra; la premió en su última hora viendo rodeado su lecho
donde tranquila expiraba, de fervorosas religiosas, de agradecidas acogidas,
que puestas de rodillas mezclaban sus plegarias por la que todas llamaban su
Madre, con tiernas y abundantes lágrimas, expresión de su gratitud y cariño; la
premió recibiendo muy a su tiempo los santos sacramentos y demás consuelos que
en aquella hora ofrece a los suyos nuestras más amante Madre, la Iglesia de
Jesucristo; la premió finalmente encomendando su alma al Señor que la criara,
confortada y asistida por su confesor y director que era el mismo de la
observante y entonces afligida Comunidad, el cual permaneció a su lado hasta
después de su dichosa muerte, que creyó sin ningún género de duda, había sido
la de los justos, según dijo a religiosas y acogidas para aliviarlas en su
honda pena; la premió finalmente dándola la corona de justicia que da el Señor
a los que de verdad le aman.
Nada o poco puede decirse del honor, mejor diría, del
verdadero triunfo con que condujeron su cadáver al sepulcro no en carro
fúnebre, pompa mundana moderna, que ha arrebatado de las manos de los pobres el
pan y vestidura, que nuestros antepasados les ofrecían, haciendo en ellos, lo
que llamaban y podían con razón llamar, caridad por los difuntos; ahora
generalmente se la niegan, para adornar con ella parejas de caballos, que a
veces exceden en número como vemos a los que usan los mismos monarcas de la
tierra. Doña Eulalia que amó en vida la caridad, enemiga del lujo y vanidades,
dejó dispuesto en su testamento, que asisitiese a la conducción de sus restos
todo el clero de la parroquia con vestiduras sacerdotales y cruz alzada, y que
en lugar de caballos con penachos, la llevasen en hombros ocho pobres, a
quienes debían vestir decentemente por caridad, dándoles además una crecida
limosma.
Así se hizo, pero el cariño de las acogidas no pudo permitir
que su bienhechora fuese conducida por extraños, sino por ellas mismas,
disputando aquella multitud de jóvenes el honor de llevarla el mayor trayecto
posible. A su lado iban con sus correspondientes blandones las religiosas,
todas encomendando modestas y devotas a su bienhechora, y dando gracias al
Señor, porque así exaltaba a la humilde. En todas las bocas-calles por donde
pasaban las esperaban para incorporarse a la fúnebre comitiva nuevas acogidas,
a quienes habían permitido sus señoras la salida a este piadoso fin; de suerte
que fue muy crecido el número de las que acompañaron hasta el sepulcro. Ya en
el cementerio, al descubrirla por última vez para ser reconocida, no se contentaron
las jóvenes sirvientas con besar el frío cadáver, regándole con sus lágrimas;
sino que cuando los enterradores se disponían a cerrar la caja, luchando en
ellas su cariño con el dolor de perderla de vista, venció el primero, y sacando
de la caja aquél cadáver venerable, pretendían ocultarle entre la muchedumbre
diciendo que no convenía enterrar a la Madre de tantos pobres. ¡Tumulto tierno,
pacífico y espontáneo! Premiaba Dios con él la humillación en que había vivido
su sierva. Las acogidas pagaban así el tributo que la caridad de su segunda
Madre merecía publicando con tanta elocuencia sus virtudes y bondades. El
tiempo corría, crecían los sollozos, los ayes y lamentos de aquellas jóvenes;
el accidentarse de las más; el llorar a torrentes de todos los circunstantes,
era verdaderamente uno de esos cuadros patéticos, que no habían presenciado
aquellas tumbas, ni lo verán tal vez repetido en el trascurso de muchos
lustros, acaso siglos.
Al fin se sobrepuso el clero, cedieron las sirvientas el
cadáver y compuesto nuevamente en la caja, a un ¡ay! general de las acogidas se
cerró la misma y se colocó en el sepulcro.
Ya en él, recitando todas la oración del Padre nuestro por
la difunta, puso cada cual sobre la caja un puñado de tierra, después de haberlo
hecho el Ministro del Señor, diciendo y repitiendo todos. Descanse en paz Amén.
Sí, descanse en paz, decían las religiosas, la iniciadora de nuestra obra.
Descanse en paz repetían a una la multitud de doncellas, la que tanto se ha
afanado por nosotras; sí descanse en paz la testadora en favor de los pobres;
¡sí, oh Dios de las misericordias! que desanse en paz te suplican sus
agradecidas herederas; ¡descanse en paz!
Para formar una idea cabal de la humildad y santa fortaleza
con que pasó Doña Eulalia los últimos años de su vida, nada más propio que
copiar aquí un comunicado, que el eminente publicista, Sr. Orti y Lara escribió
en su científica revista: «La Ciencia Cristiana» en su número 23 del año 1877.
Bajo el epíteto de «Una mujer fuerte», dice así:
Hace pocos días, el Domingo primero de Adviento, a las dos de
la tarde, de la casa número 7 de la Calle de la Bola, vimos salir un modesto
féretro en que iban conducidos en hombros al cementerio general de la puerta de
Toledo, los restos mortales de una señora que había fallecido el viernes
anterior. Iban delante en el entierro, revestidos de los ornamentos sagrados
haciendo su piadoso oficio, los sacerdotes de la parroquia de San Martín, y
detrás algunos amigos de la finada. Clérigos y seglares y un cortejo notable de
mujeres jóvenes de la humilde clase del pueblo, todas a pie rezando las
oraciones ordinarias hasta el lugar destinado a recibir a aquellos honrados
restos.
En todas las calles del tránsito y hasta en el campo después
de pasar el entierro por la puerta de Toledo, llamada justamente la atención
aquella ceremonia, hoy desgraciadamente inusitada, por lo verdaderamente
cristiana, preguntándose muchos, quien sería la persona que llevaba tras sí
aquel ejemplar acompañamiento.
Pero lo que no pudieron ver los que veían pasar el entierro,
fue la causa final de él o sea el acto de despedirse aquellas pobres jóvenes,
de la que debió ser sin duda su bienhechora; escena sobre manera elocuente en
medio de su sencillez porque en aquel punto el dolor hasta entonces comprimido
en el pecho, halló su más fiel expresión en el llanto y en los gemidos que
harto testificaron el íntimo afecto de amor y gratitud de que estaban poseídas.
¿Quién era pues aquella mujer singular, cuyas honras y alabanzas magníficas así
hacían, sin saberlo aquellas doncellas desoladas? Era la Sra. Dª María Eulalia
Vicuña de Riega iniciadora de la Congregación de Hermanas del servicio
doméstico. Las que seguían su féretro y se despedían llorando de sus restos,
eran las huérfanas y sirvientas acogidas en su casa, en quienes vivirá siempre
la memoria de su segunda Madre.
Digamos dos palabras en honor de la mujer admirable que ha
dejado la tierra para recibir en el cielo como piadosamente creemos, la corona
de justicia que Dios tiene preparada para sus verdaderos siervos. Toda la vida
de Dª Eulalia Vicuña fue un ejercicio continuo de virtud, la cual practicó en
un modo ejemplar, primero en los Hospitales, enseñando la doctrina cristiana, y
propagando la congregación dedicada a este santo fin hasta en la misma cárcel,
en todo lo cual procedió animada en los ejemplos de su digno hermano el Sr. D.
Manuel Vicuña, varón eminente en piedad y celo, fuera de otras prendas que le
granjearon la estimación y el respeto de los muchos que tuvieron la dicha de
conocerle, incluso nuestro insigne Balmes. Unida con su venerable hermano y no
satisfecho el anhelo de ambos por la salud de las almas con los piadosos
oficios y sacrificios que hacían en los hospitales, el día 8 de Diciembre de
1853 alquiló una pequeña habitación en la cual dispuso tres camas, donde
recibió sucesivamente de entre las mujeres asistidas en San Juan de Dios, las
que movidas en parte de sus consejos, pero principalmente de la divina
providencia, querían emnendar su vida y convertirse a otro del todo honesta.
Felizmente a todas estas antes desdichadas mujeres las acogió
después la Sra. Viscondesa de Jorbalán, en la fundación que hizo en Madrid y
que vino a florecer en las principales capitales de España, llamando a sí para
que la ayudaran en tan sublime obra de regeneración a las que hoy conocemos
todos y admiramos bajo el nombre de Adoratrices. Remediada pues, aquella
necesidad, Dª Eulalia Vicuña y su hermano volvieron nuevamente sus piadosos
ojos al hospital general de donde empezaron a sacar para su naciente fundación,
cuyas camas iban en aumento, las mujeres que convalecían de sus males, a cuyo
número añadían otras pobres huérfanas, ofreciéndoles un asilo contra la miseria
y la seducción y disponiéndolas con santa enseñanza y saludables y útiles
avisos para ganarse honradamente la vida en el servicio doméstico. Así nació
esta obra humilde ciertamente en sus principios pero en la cual se contenían
como en germen frutos muy copiosos y excelentes, destinada como estaba en los
designios de la providencia a extender su salvador influjo sobre innumerables
doncellas, y proporcionar a las familias acomodadas sirvientas buenas y fieles.
Unos tres años después de instituída esta obra, una Junta de
señoras presididad por la Ilustre Condesa de Zaldívar y de la cual hacía parte
en calidad de contadora Dª Eulalia Vicuña, se encargó del régimen y gobierno de
la naciente institución, habiéndose encomendado la asistencia y dirección
interna de las acogidas a las Carmelitas de la Caridad. Entre tanto Don Manuel
Vicuña junto con dos venerables sacerdotes de imperecedera memoria, los Señores
Don Andrés Novoa y Don Antonio Herrero y Traña, a quienes se asoció después el
Sr. Don Santiago Tejada, nombre que no es lícito pronunciar sin respeto y
admiración, compró una espaciosa casa en la Plazuela de San Francisco, en la
cual se continuó la obra comenzada, y aún se emprendió otra diferente dedicada
a la educación y enseñanza cristiana de niñas de variada edad. No fue este a la
verdad el pensamiento primero de los Sres. Vicuña, ni el fin esencial de la
institución que tenían trazada en su mente; y así porque las atenciones propias
de un Colegio y las que exigía el Noviciado de las Hermanas Carmelitas,
establecido asimismo en dicha casa, no destruyesen sus trazas o las redujesen a
límites harto estrechos, resolviéronse con heroica determinación a llevar
adelante su empresa solos, pero contando siempre con la providencia de Dios. Y
cierto, esta admirable Providencia no los abandonó, sino antes acudió en su
auxilio, moviendo a este propósito del corazón de algunas almas generosas, en
las cuales nos complacemos en citar el nombre del Marqués de Casa Jara modelos
de nobles cristianos, de quien pudiéramos referir hermosos rasgos, no siendo el
menor de ellos en caridad, la gruesa cantidad, que entregó a los dos sacerdotes
referidos y al Sr. Tejada, para que indemnizasen a D. Manuel Vicuña los
sacrificios pecuniarios que había hecho en la adquisición de la casa grande de
San Francisco. Desde entonces la obra de los dos hermanos comenzó a crecer con
nuevo vigor; la casa destinada para Asilo de huérfanas y sirvientas
desacomodadas pudo recibirlas en mayor número y gracias a la unidad de miras
que en ella presidía, no era difícil preveer lo que andando el tiempo debía
ser.
No otorgó Dios a D. Manuel Vicuña el consuelo que reservaba a
su hermana, pues no tardó en bajar al sepulcro, dejando en toda la casa el buen
olor de sus ejemplos y virtudes. Antes que él, había fallecido el Sr. Riega,
digno esposo de Dª Eulalia, con que habiendo quedado esta Señora desasida de
los lazos de familia, consagrase del todo a la dirección de su obra. Su propia
casa se convirtió en Asilo de huérfanas y sirvientas desacomodadas, para
quienes fueron todas sus rentas y lo que es más, toda su solicitud y cuidados.
El número de las acogidas fue creciendo con el tiempo y juntamente el de
señoras asociadas a su dirección, las cuales formaban una como pequeña
comunidad, que para tornarse en congregación propiamente dicha, sólo había
menester la forma competente. Dichosamente la Iglesia en cuyo seno nacen y de
cuyo espíritu viven estas santas asociaciones no tardó en imprimirle esa forma.
Primero se arregló una reglita provisional que fue religiosamente observada;
vino después la imposición del santo hábito a algunas Hermanas de vocación
probada entre las cuales ya desde su principio florecía una joven, que desde
sus más tiernos años había recibido como en herencia anticipada el espíritu de
los fundadores. En una palabra el grano de mostaza iba siendo verdadero árbol,
a que nada faltaba para dar todos sus frutos, ni aún para extender sus ramas
fuera de la corte. Dª Eulalia Vicuña ha de presenciar en efecto esta dichosa
transformación; poco tiempo antes de morir se trasladó con el nuevo Institutuo
a la gran casa donde ha acabado sus días, adquirida de su propio caudal y en
donde en breve será erigida una hermosa capilla pública.
En suma, antes de cerrar por última vez sus ojos esa mujer
realmente fuerte, ha visto casi terminada la obra de la Congregación de
Hermanas del servicio doméstico, y lo que es más, ha visto multiplicarsde las
que en cierto modo pueden ser llamadas hijas suyas, y fundar nuevas casas en
Zaragoza, Jerez, dando así principio a la dilatación del santo Instituto por
todo el ámbito de la Península y acaso de todo el mundo; porque es de advertir
que de todas las instituciones nacidas en la Religión en los últimos tiempos,
no hay ninguna que remedie una necesidad tan universalmente sentida como la de
tales Hermanas, consagradas a imprimir en el ánimo de las pobres doncellas acogidas
en su asilo, los hábitos de la piedad, y de las otras virtudes que nacen de
esta virtud, las cualidades que las preparan para el servicio doméstico;
consagradas, decimos a realizar el tipo de la criada cristiana, fiel, humilde,
casta, sufrida y laboriosa en las jóvenes llamadas a servir en el seno de las
casas acomodadas de modo que lejos de contaminarse en ellas con el contacto de
la vida moderna, tan disipada y vana, sean ejemplo de virtud que edifiquen aún
a sus mismos amos y difundan en el interior de las familias el perfume que se
respira en su modesto y religioso Asilo.
No queremos poner término a estas breves líneas sin referir
el último rasgo y acaso el más precioso de la virtud de Dª Eulalia Vicuña.
Cuando la pequeña comunidad de hermanas agrupadas a su
alrededor y ordenada ya en forma de Congregación propiamente dicha, con sus
reglas, su traje, su noviciado, su constitución en fin definitiva, necesitaba
ser recogida por la observancia religiosa, representada en una Madre superiora
con misión especial para dirigir la Congregación, la prudencia del insigne
Prelado, que preside en ella, no juzgó conveniente echar ese peso sobre Dª Eulalia,
que ya llevaba el de muchos años, sino que designó para que dirigiese la obra a
la admirable joven en que ya muchos años antes tenían todos fijas sus miradas,
en la cual desde niña se habían complacido D. Manuel y Dª Eulalia Vicuña, sus
venerados tíos, como en quien era a sus ojos, una representación viva de su
pensamiento y el alma y esperanza de su cumplida ejecución.
Sucedió, pues, que Dª Eulalia Vicuña, la que concibió la
grande idea, la que consagró a ella su vida y su fortuna, quedó últimamente
reducida a la humilde condición de quien vive en la propia casa, antes como
pupila, que como señora de ella, eclipsada, por decirlo así, ante los ojos de
los demás, y sobre todo a sus propios ojos. Ahora, o mucho nos engañamos o esta
humilde renunciación propia y natural de la autoridad que hizo Dª Eulalia,
retirándose de la escena, y aniquilándose ante una joven con quien había hecho
siempre oficio de madre, es un género de heroismo superior a todo encomio,
hecho por labios humanos, digno remate de la hermosa corona de virtud, que en
este mundo labraron sus manos con cuyo precio no dudamos, que había comprado la
que Dios prepara y ciñe con las suyas a las almas que tan generosamente le
sirven.»
Juan Manuel Orti y Lara.
Nada mejor puede decirse en elogio de la cariativa difunta.
Ignaugurados dejó a su muerte, Dª Eulalia, como dice el
sabio Orti y Lara, las obras de la capilla que pudo abrirse al culto público el
día 21 de Marzo de 1878, celebrando en ella la primera misa el Emmo. Sr.
Cardenal Moreno.
Distribuyó la sagrada comunión a centenares de jóvenes
acogidas, que a ello habían sido invitadas. Al terminar la misa hizo una
sentida plática felicitando a la Comunidad, por la nueva capilla y también a
las sirvientas, a quienes dio muy saludables consejos; y dada su bendición
pastoral se retiró muy complacido por las muchas comuniones distribuídas; por
el orden y devoción con que las habían hecho; y por lo mucho que esperaba de
este Instituto.
Con el culto público se propagó el nombre de la Congregación
justamente recomendada en los periódicos y revistas de sanas doctrinas.
Por ellas supo un celoso sacerdote, entonces residente en
Sevilla, el fruto que este nuevo Instituto español producía en Madrid, y pensó
seriamente en el no pequeño que podría producir en la capital de Andalucía.
Entendiose desde luego con la Muy Rda. M. General
entregándole al terminar el año de 1879, una crecida limosna para que cuanto
antes se hiciese en aquella Capital de Sevilla una nueva fundación. En virtud
de esta limosna y en cumplimiento de los deseos del donante, aunque desde el
año de 1882 se gestionó con toda premura la fundación, cooperando a ello el
Emmo. Sr. Cardenal Lluch; esto no puedo realizarse hasta el pontificado del
Emmo. Sr. Fr. Ceferino González.
Cedió bondadosamente su Emma. Rma. en 1884 en favor de estas
Religiosas la Iglesia de San Benito de Calatrava con su casa correspondiente.
Por este tiempo perdieron las religiosas unos cuarenta mil
duros por ruina y muerte repentina de una caballero, al parecer de entera
confianza, pero que abusó del depósito, traspasando y vendiendo, inconscientes
las dueñas, los títulos que las pertenecían. Los productos de estos títulos era
el sostenimiento para las sirvientas acogidas en Madrid. La Superiora General,
confiada en las misericordias infinitas del Señor, no dejó por esa cuantiosa y
sensible pérdida, de recibir en la casa a cuantas sirvientas llamaban a sus
puertas, por más que personas respetables la indicaran que debía disminuir el
número de acogidas. Premió Dios visiblemente la caridad de esta heroína de la misma;
y los restantes productos y algunos donativos que entonces recibieron, no solo
fueron suficientes para cubrir los crecidos gastos de la casa, sino que al poco
tiempo pudo adquirir el Instituto un hermoso y grande palacio con espacioso
jardín en la calle de Fuencarral nº 113. Así premia el Señor a los que esperan
en él. ¡Oh cuán cierto es, y con cuánta claridad se patentiza aquí, el
cumplimiento de aquella promesa del Salvador!
«El que dejase al
padre, madre y los haberes por Mí, recibirá el ciento por uno, y después la
vida eterna». Buscaron las Hermanas del servicio doméstico el reino de Dios
y su justicia, y fiel Dios a su promesa, les concedió por añadidura todas estas
cosas.
Inaugurose la fundación de Sevilla, el 21 de Marzo de 1885,
abriendo en este mismo día al culto público la iglesia para honrar con cultos
solemnes a su Patrono S. Benito. Predicó en la misa solemne un elocuente sermón
el R. P. José Mª Mon de la Compañía de Jesús.
Aunque las religiosas carecieron al principio de muchas
cosas, tanto en la iglesia, de ornamentos, como en la casa, de útiles y
muebles; la Rma. M. General, aleccionada por la experiencia, empezó a recibir
sirvientas, y con ellas empezó Dios con su amorosa providencia a pagar el bien
que se les hacía, dándoles en abundancia para el sostenimiento de todas. Y no
pararon aquí sus bondades, sino que al principiar el año de 1888 ya se
trasladaron a un magnífico y extenso palacio, adquirido por el Instituto, en
donde empezaron desde luego a hacer mucho bien en las jóvenes, y siguen
haciéndole con aumento, en la escuela dominical, en las comuniones generales, en
los ejercicios anuales y demás santas industrias, de que se valen las Hermanas
para que amen y sirvan fielmente al Señor sus acogidas.
Por este tiempo salió para Barcelona, la cuarta fundación,
que hasta el presente lleva hechas el Instituto, promovida por personas
respetabilísimas que reconocen a este como mandado por Dios en el desconcierto
general de este siglo, para atender exclusivamente a la educación y protección
de las doncellas que se dedican a servir. Esta misión especial reconocen en
este Instituto las ciudades que con tanto interés y tan generosos
ofrecimientos, de edificios convenientes y subvención para cierto número de
plazas, le piden, le reclaman, le esperan y le prefieren. Sabido es, que varios
institutos modernos han pretendido extender su acción a cuidar jóvenes
sirvientas, y también se sabe por experiencia que como esta ocupación para
ellos es accesoria y secundaria no la pueden llenar cumplidamente, so pena de
alejarse de su fin; porque tanto como ella acerca y perfecciona a los llamados,
aleja y saca de su centro a los que no lo son. Esta y no otra, es la razón de
preferir las villas y ciudades cuando se trata de la moralización de las
sirvientes, al Instituto que tiene esta misión de Dios, por único fin, fuera de
la santificación y perfección de las que le forman; el que excluye en sus Constituciones mismas, toda ocupación que no sea esta; el
que revela hasta con su nombre mismo, que no tiene otra misión sobre la tierra;
el que ha sabido en fin dar un carácter tan especial a sus colegios, de Madrid,
Zaragoza y Sevilla, que con solo verlos basta para conocer que llevan en su
misión el sello de Dios: mediante el cual infunden en sus acogidas el verdadero
espíritu que tanto las distingue, y que tan a las claras en ellas se trasluce.
Ya en este punto está viendo Barcelona lo que antes ha
presencia Zaragoza y Sevilla y lo empezó a traslucir en el entusiasmo con que
fueron recibidas las religiosas, lo pudo ver, desde que el Exmo., Sr. Obispo,
declarando canónicamente instalada la Congregación en la casa para ellas y sus
protegidas preparada; no dudó decir en el día mismo de su entrada, ante un
concurso notable de nobles y distinguidas señoras, que juzgaba este Instituto
indispensable, enteramente necesario en su diócesis. Y en verdad que desde el
día 1 de Febrero de 1888 en que se estableció la comunidad, en un piso
espacioso de una casa particular; desde que las principales señoras
barcelonesas asistieron a la inauguración de la capilla y oyeron la elocuente y
sabia palabra del Padre Leonardo de la Rúa de la Compañía de Jesús,
manifestando en ella lo que era el nuevo Instituto, y lo que con sólido
fundamento podían esperar del mismo las señoras de la capital de Cataluña,
empezaron a felicitarse mutuamente persuadidas de lo que ya hoy están viendo en
muchas doncellas de aquella ciudad, representadas muy dignamente en aquel día
por ocho colegialas, que habían llevado de Madrid, para que sirvieran de
fundamento y guía a las que pronto se agregaron a ella, de aquella localidad.
Ya por este tiempo había elevado a Roma la muy Rda. M.
General una humilde petición suplicando a S.S. el Papa León XIII se dignase
aprobar las Congregación. Adjunta remitía la súplica de más de veinte Obispos
españoles, que en vista de los frutos que ella producía, pedían la misma
gracia. Apenas llegó esta petición al conocimiento del Pontífice soberano,
ordenó que la S.C. de O. y R. examinase las Constituciones ya aprobadas por
cuatro cardenales españoles y varios obispos; y poco tuvieron que advertir
sobre ellas.
Ya aprobadas se expidió de Roma el breve del tenor
siguiente:
Ya desde el año 1853, cierta piadosa matrona española,
deplorando las costumbres de la sociedad moderna, y viendo con dolor que muchas
pobres inocentes jóvenes que de los pueblos y aldeas venían a servir, especialmente
a Madrid y a las ciudades grandes, para proporcionarse su subsistencia,
huérfanas unas y separadas de sus padres otras, sin conocimiento alguno de las
asechanzas del mundo, y seducidas por los engaños de los hombres malos,
fácilmente caían en los lazos de perdición muchas de ellas, pensó en darse toda
a procurar su salvación. Para este tan laudable fin, asoció a sí otras
compañeras encendidas en caridad, dedicando su casa y bienes a esta piadosa
obra.
Tal fue el origen de esta piadosa Asociación, cuyo título es «Hermanas del Servicio Doméstico de la
Inmaculada Concepción», cuya primera casa se estableció en Madrid en el año
1876 con la aprobación y favor del Emmº Sr. Cardenal de Toledo.
Las Hermanas, además de la santificación propia, se emplean
en recibir en sus casas a las jovencitas más pobres que se dedican a servir,
para instruirlas paciente e ingeniosamente en la fe, honestidad, piedad y en
todo aquello que las preserve de las seduciones de los libertinos,
confirmándolas en las costumbres cristianas, a fin de que sean más aptas para
desempeñar fiel y rectamente su oficio y sirvan de ejemplo, con la práctica de
las virtudes cristianas, a los mismos señores y familias a quienes presten sus
servicios. Además, las Hermanas viven bajo la dirección de la Superiora General
y hacen los tres votos simples acostumbrados: de obediencia, de castidad y
pobreza, primero temporales y después perpetuos. Este nuevo Instituto dio,
desde luego, con el favor y bendición de Dios, copiosos frutos, y ya cuenta
tres casas en España, a saber: la de Madrid, Zaragoza y Sevilla, con cerca de
cincuenta Hermanas. No mucho ha, la Superiora General, exponiendo estas cosas a
nuestro santísimo señor León Papa XIII, le suplicó humildemente se dignase
aprobar, con la benignidad apostólica, la piadosa Asociación y sus
Constituciones, de las cuales sometió al examen de la Santa Sede un ejemplar,
remitiendo a este fin letras testimoniales de los Obispos, tanto de las dichas
diócesis como de otras vecinas, los cuales todos encomiendan con interés, de
unánime parecer, la petición de la Superiora General.
Expuestas todas estas cosas a nuestro Santísimo Padre por el
infrascrito Secretario de la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares, en la
audiencia tenida el 13 de abril de 1888, su Santidad, miradas bien todas las
cosas, atendiendo especialmente a las letras comendaticias de los dichos
Obispos y al blanco y fin del ya mencionado Instituto de «Hermanas del Servicio
Doméstico de la Inmaculada Concepción», se dingó alabarle y recomendarle
sobremanera, según por el tenor del presente decreto se alaba y se recomienda
encarecidamente el blanco y fin de este Instituto, salva la jurisdicción de los
Ordinarios, según la forma de los sagrados cánones y Constituciones
apostólicas.
Por lo demás, en cuanto a las Constituciones, mandó
comunicar, entre tanto, algunas advertencias para que, enmendadas según ellas y
comprobadas con la experiencia del tiempo correspondiente, se sometan otra vez
al examen de esta Sagrada Congregación.
Dado en Roma, en la Secretaría de la mencionada Congregación
de Obispos y Regulares, el día 18 de abril de 1888.
I. Cardenal Masotti,
Prefecto (Hay dos sellos, uno del Cardenal y otro de la S.C.)
Fray Luis, Obispo de
Calinico, Secretario.
Dichosas mil veces las Congregaciones que se hacen
acreedoras por sus fines, por su espíritu, por sus frutos y por el aprecio y
encomienda de los Prelados de la Iglesia de Dios de tan llenas y honrosas
alabanzas. Dichosa la nación que inicia una obra tan útil, tan provechosa y necesaria
en el mundo. Dichosa la villa coronada de nuestra España, dentro de cuyos muros
ha nacido esta obra más inmortal que los monumentos materiales que encierra; de
más valor que todos los Tesoros, y de más gloria, que la que puede dar el mundo
con todos sus aplausos.
Lo dicho hasta aquí manifiesta aunque suscintamente el
providencial origen y desarrollo del Instituto. Corresponde ahora decir algo
siquiera de los beneficios, que en estos aciagos tiempos ha traído al mundo.
Párrafo III. Sus beneficios.
No es
menester detenerse mucho en manifestar los que dispensa este Instituto a las
religiosas que lo profesan, porque aparte de los que van siempre anexos al
estado religioso, significados por nuestro divino Salvador en aquellas palabras
a sus Apóstoles y en ellos a todos los Religiosos: Vosotros que habéis dejado
todas las cosas y me habéis seguido, recibiréis ciendo doblado y después la
vida eterna; encierra en sí este Instituto otros muchos que le distinguen y le
son muy propios. Y en primer lugar, por lo mismo que el profesar en él, según
queda indicado, es someterse voluntariamente a la constante práctica de la
Reina de las virtudes; la caridad cristiana, y en un grado, no cualquiera, sino
en el que raya en el heroísmo, claro es, que el beneficiario tanto en la
presente vida, en orden a la gracia, que deben esperar, como después de la
presente, en orden a la gloria, han de estar en relación con este heroísmo,
tanto más cuanto que recae sobre una virtud que justamente se la denomina la
reina de las demás, y en el ejercicio de prácticas, a las cuales atribuía el
mismo Salvador en el díaq de las justicias la glorificación de las almas.
«Venid, benditos de mi Padre a poseer el reino…» porque tuve hambre y me
disteis de comer, sed y me disteis de beber. Qué satisfacción más cumplida para
las Hermanas del servicio doméstico el caberles en suerte, no solo el cien
doblado y la gloria por lo que dejaron y en seguimiento de Cristo, sino también
por los nuevos títulos que para la misma adquieren por el ejercicio de caridad
con que socorren a sus acogidas. ¡Qué satisfacción, otro sí, por las obras de
misericordia que con ellas ejercitan! ¿Y qué diremos de lo que están llamadas a
recibir por la mortificación que este su segundo fin les impone? Ella es tal,
que solamente la conocen las que desempeñan este deber general a todas las del
Instituto.
Y
ciertamente que su mortificación no es menor en su grado que la caridad en el
suyo.
Han de
andar siempre a la vista, no de niñas a quien ordinariamente se obliga por
respeto y por temor al reglamento, sino de jóvenes ya formadas, que si han de
atenerse a él ha de ser por convicción del riguroso deber: por dulce autoridad
que les imponga el buen ejemplo de sus directoras, mejor diremos de sus más
fieles y constantes servidoras. La mortificación que esto demanda ¿quién puede
saberla sino aquel que la practica? Porque si fuera sola la mortificación el
arma que necesitan para conquistar a Dios las religiosas, las almas de sus
acogidas ya fuera bastante; pero es además el ejercicio simultáneo de todas las
virtudes de la que deben usar constantemente. El consagrarse en realidad y
verdad a servir a inferiores y no darles lugar a que se igualen siquiera ¿qué
humildad, qué prudencia, que señorío de sí mismas no requiere? Granjearse el
amor y a la par el respeto de aquellas a quienes se sirve, y esto, no en virtud
de castigo, que a falta de razón doblegan pues en estos colegios no se usan,
más que el de ser expulsadas las incorregibles, sino en virtud de la gratitud
que las gane; hacer someter a j`´ovenes, muchas al principio incultas a un
reglamento, que aunque dulce y variado tiene toda la laboriosidad que encierra,
con el rigor del silencio que impone, con la severidad del orden que preceptúa,
llegue a hacérseles amable, enseñar, educar, premiar y corregir, sin que el
premio las envanezca, ni la corrección las acobarde y desvíe; ministerios son
estos tan delicados, encontrados y difíciles, que bien necesitan para
desempeñarlos felizmente como lo vienen haciendo las Hermanas del servicio doméstico,
el simultáneo ejercicio de todas las principales virtudes, aparte de las dotes
que ellas necesariamente reclaman. No sin razón se ha indicado antes que
la caridad de estas religiosas toca en
el heroísmo porque para que sea lo que el Instituto reclama, es necesaria la
práctica de todas las virtudes.
Si son
ciertamente grandes los beneficios que las religiosas reciben del Instituto, no
son menores a lo menos en número los que reciben asimismo las acogidas. al
abrirse para ellas lasw puertas del Colegio, toman posesión de una casas que
hasta cierto punto pueden llamar suya, porque a su uso está destinada, la cual
por modesta y pobre que sea excede en mucho a las que suelen habitar las
familias de su clase y condición.
En
Madrid y Sevilla habitan las sirvientas palacios dignos de familias grandes y
nobles.
Ya en
ellas, el uso de las cosas, el alimento y aún las ocupaciones no son
ciertamente tan pobres y trabajosas como aquellas de que suelen disponer, y en
que suelen ocuparse las de su categoría cuando habitan en sus pobres viviendas.
Allí
encuentran dedicadas a su servicio y cuidado tantas cuantas son las Religiosas;
muchas de ellas de familias nobles, ricas y distinguidas. Ellas les enseñan lo
que necesitan saber: las educan para que sepan conducirse bien; las instruyen
en los oficios a que ellas desean dedicarse; sobre todo les enseñan la práctica
de la religión y moral infundiendo en sus almas aquella piedad, que sin faltar
en lo más mínimo al cumplimiento de sus deberes sabe dar de su alteza lo que deben
darle, y a su Dios lo que es de Dios.
¿Y
quién podía enumerar siquiera los beneficios que pudiéramos llamar negativos,
esto es, los peligros de que estos colegios las libran?
Allí no
llegan los malos ejemplos, las perniciosas doctrinas, las máximas mundanas
engañosas, las lecturas impías, las diversiones peligrosas, los hijos
desmedidos ni las ofenden los gastos superfluos que contristan, los obsequios
que obligan, y a veces humillan, las palabras que pervierten. Allí reina el
orden, la paz, la santa alegría; allí con solo respirar aquel ambiente, inocula
él por sí mismo en sus almas el temor santo de Dios, que las p’repara, las hace
aptas para cumplir sus deberes de colegialas, mientras vivan en el Colegio, de
sirvientas leales, trabajadoras y cristiana, cuando se hallén colocadas en las
casas.
Con
esta educación tan esmerada ¿quién extrañará que se vean en estas tales rasgos
de virtud, que edifiquen y enseñen a quienes los presencien y vean? Rasgos
verdaderamente edificantes son, las que en número considerable salen de estos
Colegios para hacerse religiosas; y no menos edificantes son las que salen para
contraer el sacramento del matrimonio, siempre con jóvenes honrados y
cristianos, que quien con otros quiere conservar relaciones a este fin, no
tiene lugar en aquel lugar santo; y edificante también es, el ver, como éstas
aún casadas conservan su afecto de gratitud al Colegio, que expresan
visitándole a menudo; y cuando tienen niñas llevándolas allí desde pequeñitas;
esto hacen en Madrid, y es de esperar que con el tiempo lo hagan con mayor
razón en provincias.
Edificante
es, la diligencia con que hacen sus ahorros para poner en manos de sus pobrs
padres, si están necesitados, todo lo que pueden. Edificante es saber lo que
algunas tienen en la Caja de ahorros, gracias a no necesitarlo sus familias y a
la modestia con que visten; pues las hay que tienen tres mil y más pequeas
impuestas. Edificante es el lograr cómo consiguen algunas veces con su buen
ejemplo, que sus señores, entren en sí y reformen su vida. Edificante es el
saber lo mucho que han logrado en las familias, en orden a la santificación de
las fiestas, tanto en la audición de la misa, como en la abstención del
trabajo. Y muchos, muchos casos ha habido, de ir los señores a misa, y al menos
levantarse contra su costumbre y salir de casa en tiempo en que podían oírla, y
por evitar la tristeza que esto causaba en su doncella, ya por exhortación de
estas mismas.
Edificante
es… pero cómo enumerar los rasgos todos de edificación, que estas dan, tanto
más dignos, cuanto que son pocos los que por desgracia lucran de ellas? Ante
estas doncellas, bien lo saben los libertinos, siempre queda burlado y vencido
el libertinaje, rechazados con decoro la seducción engañosa.
No
menos rechazadas y vencidas quedan las inmodestias de sus mismas señoras. ¡Ah!
si pudiera decirse en estos y otros puntos lo que han enseñado a algunas
familias con sus modestias y ejemplo, las veríamos unas veces enseñando
dignidad, ¿quién lo creyera? corrigiendo con ella equívosos y seducciones, que
con la certeza que infunde el honor fundador en el santo temor de Dios, rechaza
y con señoríos mucho más dignos por
recaer en la persona de pobres dondellas, enseña y avbergüenza a sus atrevidfos
agresores, llámense señores, llámense Excelencias, corrigiendo con dignidad su
bajeza. Las veríamos enseñando a sus señoras el recato que deben de tener en su
vestir y adornarse. Las veríamos al lado de los niños influyendo en su
educación religiosa, contra lo corriente a veces de todos los demás. Las veríamos
al lado de los enfermos, no sólo sacrificándose por ellos, sino logrando ellas
en enfermedades graves, que muchos se preparen para la muerte con los Santos
Sacramentos, que sin ellas no los recibieran. Las veríamos, no solo devolviendo
a los señores, lo que encuentran en la casa como perdiudo al aqcaso, o tal vez
dejado como prueba de su fidelidad, sino también anunciando en los periódicos
billetes de Banco, portamonedas con valores y alhajas, como lo ha hecho varias
veces y lo acaban de hacer en Madrid, y Sevilla, de los encontrados por las
calles. Las veríamos cuando sus señoras vienen a menos, a muchas sirviéndoles
gratuitamente y algunas entregándoles sus ahorros, sin esperanza siquiera de
recobrarlos jamás. Las veríamos tomar tanta parte en los acontecimientos de
familia a quienes prestan sus servicios, que se alegran en verdad en sus
prosperidades, y se entristecen, lloran y visten lutoi en las desgracias y
muertes de las mismas.
¿Qué
estraños parecerán ya estos y otros ejemplos, recibiendo en los Colegios una
educación cristiana tan esmerada como se ha dicho, y continuada siempre, aún en
las que están colocadas por la asistencia de reglamento a los mismos? Y
ciertamente que las colocadas disfrutan en gran parte de los beneficios del
Colegio, puesto que tienen que concurrir a él todas las tardes que salieren
para emplearlas en la escuela dominical, en una breve función de iglesia para
ellas, con manifiesto y sermón; en divertirse después todas juntas en juegos
inocentes y en diversiones honestas, propias de su clase. En este rato de
recreo que procuran amenizar las Hermanas, es tanto lo que disfrutan, viéndose
tantas juntas que unánimes confiesan, que nunca, ni en parte alguna se
divierten tanto como en el Colegio. Durante este festivo recreo bien pronto
advierten las religiosas las que entre ellas están tristes, y a éstas
principalmente se dirigen para aconsejarlas, consolarlas y darles remedio, si
le necesitan. Cuéntanles ellas sus penas con tanta confianza, como lo hicieran
a sus mismas madres y de estas reciben el deahogo y a las vez el remedio y
consuelo. ¡Cuántos bienes trae para todas unas tarde santamente empleada en el
Colegio; cuántos males se remedian, cuántas lágrimas sew enjugan, cuántos lazos
del mundo y de Satanás quedan rotos y deshechos! Esto lo saben solamente,
después de Dios, las religiosas y doncellas.
Lo que
se acaba de decir debiera bastar para persuadirnos de los muchos beneficios que
produce este Instituto en las que lo profesan, en las que con tanta caridad,
acogen; en las familias a queines sirven y en la sociedad entera cuyos ejemplos
presencia; de suerte que puede decirse con razón, que los enumerados son como
raíz y fundamento de otros beneficios especiales, que de ellas emanan, de cuyo
valor puede juzgarse por el único que aquí queremos simplemente aducir.
Muchas
con en todas partes las familias que con sus suscripciones ayudan al
sostenimiento de esta tan grande obra; pregúntenles por qué con tanta
constancia la sostienen y aparte de su caridad nos dirán, que por los bienes
que esta Asociación produce. Las provee de doncellas honradas y fieles,
cualidades que han distinguido siempre a las de este Asociación produce. Las
provee de doncellas honradas y fieles, cualidades que ahn distinguido siempre a
las de este Asilo, y de tal manera, que en orden a fidelidad, como es tanto lo
que esta se les inculca, no hay caso, desde la fundación, de acogida alguna que
haya tomado cantidad grave a sus señores con escasez de recursos han entregado
a los mismos sus pequeños para ellas crecidos ahorros, sin esperanza de
recobrarlos. Con razón hasta de utlidad se suscriben a cooperar con sus dádivas
las familias cristianas, a esta obra tan de Dios, a obra que produce tan ricos
y esta obra tan de Dos, a obra que produce tan ricos y copiosos frutos, de los
cuales con preferencia disfrutan ellas; porque sabido es que las familias
suscriptoras son preferidas a las que no lo son, para ser servidas por estas
doncellas; y también se sabe que en ausencias precisas o enfermedades de estas
pobres sirvientas, las sustituye con otras del mismo Instituto hasta que
convalecen. Con razón le apoya el mismo Estado y los municipios con exenciones
y subvenciones, sin más recomendación que el bien público que hace esta obra, y
con tanta eficacia promueve. Con razón la encomia como Instituto bienhecho el
inmortal Pontífice León, Papa XIII.
Párrafo IV. Estado actual del
Instituto
Escaso es aún para las obras que felizmente tienen en planta
el Instituto, el personal del mismo. Según queda demostrado, la ocupación de
las Hermanas del servicio doméstico, para que en su virtud sea tal cual
conveine, tiene que rayar en el heroísmo, y sabido es, que hay pocas almas que
traspasen las lindes del simple deseo del heroísmo. Valerosas han traspadado
unas sesenta religiosas, que aunque en pequeño número, tienen el consuelo de
ver que es muy crecido el de doncellas acogidas. Sólo en Madrid pasan de 1.800
las matriculadas actualmente; de las cuales siempre suele hacer en el Colegio
de 60 a 80 desacomodadas. El de Zaragoza cuenta 800, el de Sevilla 280 y el
naciente de Barcelona tienen ya 180 afiliadas, todas en su clase modelos de
fidelidad y de honradez; muchas también de primores y habilidades y de finura y
delicadeza en su trato y modales, cuanto saber puede en su humilde clase y
condición.
Demostrado queda, que solo a la providencia de Dios se debe
no solo su oirgen sino también el haber salido victoriosos en sus luchas y
contrariedades; el haber hecho el bien a costa del heroísimo de la caridad; el
haqcer conquistado en fin la aprobación universal. Demostrado queda que su
desenvolvimiento se debe principalmente a que Dios ha bendecido las
caritativoas obras del Instituto y producido por ellas beneficios que acaban,
símbolos de los sobrenaturales que se recibirán en la gloria. Demostrado queda
que por la bondad de Dios, pueden las familias cristianas esperar mucho del
crecido número de jóvenes sirvientas que en estos aciagos tiempos se acogen a
la bandera salvadora, que tan denodadamente hiniestan las Hermanas del servicio
doméstico para poner al amparo de la misma los restos, como si dijéramos, de la
honradez y lealtad española en la clase de sirvientas. Demostrado queda que
como obra de Dios, como fuente copiosa de bienes y de gracias ha sido aprobado
por el Vicario de Jesucristo, N.S.P. el Papa León XIII.
Recopilando: A Dios debe el Instituto el triunfo en su
origen, su desenvolvimiento en su infancia, sus beneficios sin número; su
estado siempre creciente; su porvenir de tantas y tan fundadas esperanzas. Así
se verifica, que de esta, como de todas las obras de Dios, a solo Él le sea
debido el honor, la gloria y bendición, que pueden y deben darle todas sus
criaturas.
Reciban hoy los plácemes de cuantos saben apreciar la
caridad y la virtud, las Religiosas que forman este distinguido Instituto
español. Recíbanlos también tantas y tan dignas doncellas por ellas protegidas.
Recíbalos también nuestro Exmo. Prelado porque mucho que ha
influido en su fundación y desarrollo, y reciba finalmente de la Comunidad y
acogidas y de cuantos a ellas se unan, la gratitud más reconocida el Pontífice
que la aprobó.
[2] La fecha no es exacta. El
traslado de la calle del Humilladero a la plaza de San Francisco se llevó a
cabo en diciembre de 1856.
[3] Los Estatutos fueron
aprobados por Real Orden del 6 de mayo de 1856.
[4] Doña Isabel de Pezuela,
esposa del Senador del Reino, don Santiago de Tejada Santamaría.
[5] Vicenta María, que había
nacido el 22 de marzo de 1847, tenía por entonces quince años de edad.
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