Capilla del Instituto de las Religiosas de María Inmaculada
En nuestro mosaico, de las figuras centrales de la escena: la
Santísima Virgen y Santa Vicenta María, emana una luz capaz de vencer a las
tinieblas circundantes.
Las vidrieras
Desde la entrada a la capilla destacan las vidrieras del presbiterio que flanquean el Crucifijo, completando una singular representación de la Santísima Trinidad, misterio al que se vinculan momentos especialmente significativos en la realización de la labor apostólica encomendada a la Congregación.
No es casualidad que la orientación de la capilla sea la
elegida por la Iglesia desde la antigüedad para ubicar el Sagrario y el altar
mayor en la pared este del edificio con el fin de que los fieles miren hacia el
punto donde amanece para adorar y alabar a Dios, el sol naciente que viene de lo
alto.
En el muro norte a la derecha del presbiterio, dos vidrieras
nos remontan a María Inmaculada (azucena), reina del universo (corona) que,
asumida y glorificada, reina junto al Hijo a la diestra de Dios el Padre y como
tal es invocada y venerada.
En el muro oeste o entrada a la capilla, otras dos vidrieras
flanquean la puerta principal. De estas, aunque no tienen un simbolismo
particular y sus colores son más suaves porque su propósito principal es dejar
pasar la luz al interior de la capilla, no podemos pasar por alto sus matices y
diseños sencillos como para invitar a los fieles, creyentes o no, a atravesar la puerta
que les introducirá en un ambiente de serenidad, paz y silencio propicio a la
meditación personal, a la alabanza y adoración de Dios presente en el Santísimo
Sacramento y representado en el magnífico Crucifijo que preside la Capilla.
El mosaico: Santa Vicenta María López y Vicuña
Sobre una
superficie de 16 m2 representa Hajnal en este mosaico una síntesis
magistral de la historia de la salvación a través de cinco personajes. Cuatro
de ellos iluminan el tenebroso y oscuro mundo del mal. Dos ángeles: uno, el
arcángel San Gabriel, para anunciarnos la Buena Nueva y el otro para
exhortarnos a dar gloria a Dios. En el centro dominando toda la escena aparece
la Santísima Virgen que conduce, guía y protege a Santa Vicenta y ambas,
aplastan bajo sus pies al quinto personaje de la escena: la serpiente, como
personificación de Satanás. Toda la representación aparece a nuestros ojos como
un dibujo realizado sobre un fondo negro que se ilumina en torno a las figuras
centrales, casi como queriendo traer a nuestra memoria aquellas palabras del
libro del Génesis al comienzo del relato de la creación: “La tierra era
casos y confusión y oscuridad por encima del abismo y el Espíritu de Dios
aleteaba sobre las aguas” (Gén 1,2).
La vida y el carisma de Santa Vicenta María en la historia de
la salvación
“Dijo Dios: “Haya luz”… y apartó Dios la luz
de la oscuridad.” (Gen. 1, 3)
En el primer día de la creación, según el relato del
Génesis, Dios creó la luz, pero no "eliminó" la oscuridad, solamente
la apartó de la luz. El bien y el mal, como la luz y la oscuridad, son dos
realidades que se excluyen, y que nosotros reconocemos por referencia uno del
otro. La salud es más fácilmente reconocible cuando se hace presente la
enfermedad. La luz adquiere mayor valor en medio de la oscuridad. De manera
semejante la gracia santificante cobra su mayor significado cuando reconocemos
la presencia y la amenaza del pecado en nosotros mismos, en nuestro entorno y
en el mundo.
La religión es algo connatural al ser humano. Cuando una
persona reconoce su propio límite surge en ella la certeza de la existencia de
un “ser” superior: desconocido, ignorado, rechazado o aceptado. Pero “alguien”
que está ahí y que es infinitamente mayor y más poderoso que la propia
indigencia. Ese reconocimiento provoca que la necesidad de orar se convierta en
el más fuerte imperativo del ser humano.
El reconocimiento de la propia esclavitud y de la propia
oscuridad nos abre a la esperanza de la luz y de la libertad.
Los seres humanos caminamos a oscuras cuando lo único que buscamos
es la realización de nuestros vanos proyectos, cuando nuestra mirada se dirige
únicamente hacia nosotros mismos y nuestros limitados intereses…
Pero cuando alzamos la mirada descubrimos que la luz es más
poderosa que nuestra oscuridad; que el gozo de la renuncia es infinitamente mayor
que nuestra avidez por una falsa libertad; que la presencia de los otros y
sobre todo de Dios en nuestra vida es manantial de alegría y de una riqueza
interior que necesitamos compartir… la apertura del alma a Dios provoca la
necesidad de poner y ponerse al servicio de los más desfavorecidos.
En el Madrid decimonónico Santa Vicenta María conoció un
mundo de caos, oscuridad y confusión; un mundo destrozado por el pecado de los
hombres y su lejanía de Dios. Un mundo de esclavitud, humillación y
sometimiento para un elevadísimo número de mujeres jóvenes, adolescentes y
niñas que perseguían el sueño de una vida digna.
La adolescente y joven Vicenta María, se dejó inundar por la
gracia y supo contemplar esa realidad desde la luz que brillaba en su propio
corazón. Una luz que no nacía de ella, pero vivía y brillaba en ella y le
permitía ver la realidad sin deformaciones
Su fe y la conciencia de haber sido salvada por Jesucristo
le permitió a Santa Vicenta María entender que las pequeñas luces del
bienestar, de la posición social, del consumismo… son luces que, al fin y al
cabo, hablan de crepúsculo más que de aurora. El ser humano, si vive de espaldas
a Dios está abocado a la oscuridad, al placer pasajero, a la felicidad efímera,
a experiencias que conducen más a la muerte que a la vida y nos hacen renunciar
a lo que es más propio del ser humano: su ser criatura y su filiación divina
(nadie se engendra ni se nace a sí mismo)
La persona alejada de Dios, centrada sobre sí misma y sobre
sus propios intereses, acaba siendo un ser para la destrucción, porque el
pecado no construye, sino que destruye; y el egoísmo, el individualismo, el
narcisismo, el orgullo, la vanidad, el ansia de poder, tener y placer nos
alejan, cuando no nos enfrentan a Dios y eso tiene un solo nombre: pecado.
Santa Vicenta María, que vivió anclada en un don de la
gracia que la mantuvo apartada del pecado, diluyó su voluntad en la voluntad de
Dios, y por eso su vida no se perdió en el anonimato de un mundo en tinieblas.
Desde su reconocimiento de mujer salvada y liberada en
Jesucristo, no crea distancias de egoísmo, temor o recelo con el mundo en el
que vive… no ignora el dolor, el sufrimiento, la pobreza, la humillación de
muchas personas, particularmente de jóvenes, coetáneas suyas sin más culpa que
la de haber nacido pobres, por eso
Su vida actualiza la realización de la profecía de Isaías.
“El
pueblo que andaba en tinieblas vio una luz grande.
Una luz brilló sobre los que vivían en tierra
de sombras.”
El nacimiento de Santa Vicenta María ocurre en vísperas de la Encarnación (22 de marzo) y su muerte al día siguiente de la Navidad (26 de diciembre). Ese es el significado de los ángeles de la Anunciación y de la Natividad con rasgos típicamente hajnalianos. El saludo del arcángel Gabriel: “Ave Maria, gratia plena” en este caso parece dirigido no solamente a la Virgen María sino también a Santa Vicenta María, casi como un anuncio de la misión que el cielo le confía.
El ángel de la
Natividad exhortando a la alabanza en el anuncio a los pastores “Gloria in
excelsis Deo” es una invitación a la alegría por el favor que Dios concede a
los que Él ama.
Jesús nació en Belén… Lo supieron María, José y un grupito
de pastores…
Vicenta María en Cascante… Lo supieron sus familiares y
vecinos más cercanos…
La mayor parte de los años que Jesús vivió en esta tierra
los denominamos ‘vida oculta’ porque no fue un niño prodigio, ni un adolescente
tuitero, ni un joven youtubero… Más allá de sus parientes cercanos y sus
vecinos nadie supo de la existencia de quien era el Hijo de Dios.
La hagiografía se encarga de engrandecer vidas que
generalmente han transcurrido en la más sencilla cotidianeidad, en un círculo
de familiares y conocidos que no va más allá del estrecho ambiente en el que se
mueve y así fue la vida de Santa Vicenta María.
La grandeza de la vida de Santa Vicenta María fue su fe
inquebrantable, la solidez de su esperanza, la generosidad inconmensurable con
que vivió, enseño y practicó el mandato del amor, la entrega sin reservas de
toda su vida a la misión que el Señor le confió y que hoy reconocemos como una
prolongación de la Encarnación, como una gestación de Jesús hasta hacerlo nacer
en las vidas de quienes lo ignoraban o le volvían la espalda. Pero una misión
tan alta es inconcebible con las solas fuerzas o capacidades personales. Una
realidad que Hajnal pone de manifiesto a nuestros ojos en las dos figuras
centrales del mosaico. La Santísima Virgen y Santa Vicenta María forman casi
una unidad sin que se oculte aquello que las distingue.
La Virgen, detrás de Santa Vicenta María no desaparece, pero le cede el protagonismo de la escena; guía y conduce a la Santa con la suavidad de quien no abandona, tampoco fuerza ni condiciona la respuesta a la llamada de Dios y la opción de dar cumplimiento a la misión recibida. Santa Vicenta María se sabe y se siente protegida y acompañada pero solamente cuando tome su propia decisión, cuando al anuncio del ángel pronuncia su propio FIAT a la voluntad de Dios entonces sí, podrá pisar también ella, junto a la Virgen, la cabeza de la serpiente para poner de manifiesto el triunfo de la gracia sobre el pecado, de la Vida en Cristo sobre la muerte.
El fruto fecundo de la vida terrena de Santa Vicenta María se traduce en un nuevo alumbramiento de Jesús que nace en los corazones e ilumina la vida de cada una de las jóvenes que el Señor ha confiado a sus cuidados y le sigue confiando en las personas de sus hijas.
La vida terrena de Santa Vicenta María no necesitó ser más
larga: cuando Jesús ya ha nacido y ella ha abierto una senda reconocible para
llegar hasta Él en cada uno de los Sagrarios de las casas del Instituto, puede
dar por concluida su misión y morir gozosa. Mientras los ángeles invitan al canto
de alabanza por el nacimiento del Hijo de Dios, Santa Vicenta María se despide
de sus hijas, recomendándoles que no se supriman las fiestas para las chicas.
El autor remata el mosaico en sus laterales con una cita de
San Agustín que define la identidad de Santa Vicenta María:
“Unas veces blanda y
otras severa; para nadie enemiga; madre para todos” San Agustín.
Y una sentencia de la Santa en la que pone de manifiesto que
ningún amor puede haber por encima del amor de Dios, que genera un
incondicional ‘amor de madre’ hacia todos aquellas que le han sido confiadas:
“Deseo
que améis a las jóvenes a quienes, después de Dios, he mamado con el amor de la
más tierna madre” Santa Vicenta María
A.M.D.G. et M.I.
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