En la Casa Madre del Instituto, desde los
brazos de la última postulante admitida por ella al Instituto, exhaló Santa
Vicenta María el último suspiro de su vida terrena. La postulante, Ana Marqués
y Puig, redactoó en una notas su vivencia de aquella muerte, ajena a lo que la
Providencia divina reservaba para ella, que con el nombre de M. María de la
Concepción Marqués, se convertiría en la segunda sucesora de la Madre en el
gobierno del Instituto y volvería a vivir momentos de grandísimo dolor y
consuelo junto a aquellos restos mortales: unos días más tarde, el 1 de enero
vería salir el cortejo fúnebre que conducía aquel venerado cadáver hasta el
nicho nº 1.607 del
patio de San Millán del Cementerio de San Isidro. Dos años más tarde, mientas se celebra el
segundo Capítulo General que nombra Consejera General y Suoeriora de la Casa
Madre a la recién profesa, M. María de la Concepción Marqués, vive e
inconmesurable gozo de recibir de regreso a casa los restos mortales de la
Madre Fundadora que quedan depositados en la pared de la Capilla de la planta
baja. En el mes de agosto de 1898, el traslado de aquellos restos a la nueva
Capilla en la primera planta de un pabellón construído en el jardín de la calle
de Fuencarral. En 1925, cuando gobernaba el Instituto como Vicaria, en la
Solemnidad de la Asunción de nuestra Señora, un nuevo traslado al que se creyó
sepulcro definitivo para los restos mortales de Santa Vicenta María en la nueva
Iglesia de la Casa Madre con acceso directo desde la calle en el ángulo formado
por la de Fuencarral y Divino Pastor. M. María de la Concepción admiró por
última vez, a través del cristal del féretro, el cuerpo incorrupto de Santa
Vicenta María antes de que lo introdujeran en valioso sacrcófago de madera obra
de los talleres Granda.
El arcón que conservó los restos de Santa Vicenta María convertido en altar |
M. María
de la Concepción debió sentir un gozo y una paz indescriptibles al final de
aquella ceremonia sin sospechar que aquella tranquilidad no iba a ser tampoco
definitiva. En marzo de 1931 se llevó a cabo la primera exhumación para el
reconocimiento del cadáver de la Madre Fundadora con la sorpresa de ver el
deterioro de aquel cuerpo que seis años
antes ella misma había contemplado incorrupto. Dos meses más tarde, el giro que
iba tomando la nueva situación social y política, tras la proclamación de la II
República, hizo que M. María de la Concepción decidiera poner a salvo los
restos mortales de Santa Vicenta María y los hizo trasladar al domicilio de la
Condesa de Vigo en la cercana calle de Génova.
Seguramente
eso fue lo último que supo M. María de la Concepción y aunque no tengamos noticias
explícitas de ello, no será muy aventurado pensar que la Madre General, antes de abandonar Madrid,
se acercaría más de una vez a rezar en el oratorio de la Condesa en el piso principal de la casa número 21 en la calle de Génova.
De lo
que ocurrió en agosto de 1936, cuando la caja que contenía los restos acabó en
el Museo del Prado no debió tener noticia la Madre General y para cuando D.
José Arte Pérez y las Madres María de San Luis de Caso, María Enriqueta
Contreras y María de la Natividad Ballester recogieron en el Museo del Prado la caja que contenía los restos mortales de
la Madre Fundadora, M. María de la Concepción había fallecido siete meses
antes en San Sebastián.
Por
iniciativa personal o por indicación de M. María Teresa Orti, la aún postulante Ana
Marqués, entre lágrimas y junto al cadáver de la Madre, puso por escrito
algunos de sus sentimientos el día 28 de diciembre. En esas notas nos cuenta
las últimas horas de la vida de Santa Vicenta María:
Pidió al Señor que le conservara la vida hasta pasada aquella fiesta,
diciendo: «Sería para mi Comunidad muy
triste tenerme de cuerpo presente el día de Navidad».
Durante la noche del 25 al 26, fueron tantos sus sufrimientos, que la
obligaban a cambiar de postura a cada momento, y esto con el ahogo le producía
un dolor y fatiga grande; mas como era tanto su afán de padecer, aceptando de
la mano del Señor cuanto quisiere enviarle, tuvo un momento de verdadera
aflicción creyendo que no sabía conformarse con el divino beneplácito puesto
que buscaba en el cambio de postura lo que más la aliviaba.
Pidió varias veces y con más vehemencia, la Comunión, más, como quiera que
había sido ya Viaticada y la recibía diariamente, no pudieron dársela hasta
cerca de las 5. Después de ella puede decirse que fueron aumentando sus
padecimientos. Una de las Madres se acercó a ella y le dijo: «Madre mía, ahora
voy yo a comulgar y le pediré a Ntro. Señor que mitigue un poco sus dolores». «Oh, no, no -contestó con viveza la
enferma-, no, no, pídale que me dé su
gracia para sufrirlos bien; ¿qué importa esto? Tengo a Dios dentro de mí ¿qué
otra cosa mejor puedo desear?».
A las 7 de la mañana le dijo la misma Madre: «Madre mía, es la hora de guardia» y entendiendo ella que
la Madre se refería a la suya propia, señalándose a sí con el dedo, y con una
cara muy alegre dijo, con la expresión mejor que con las palabras, pues apenas
se le entendía: «¡la mía! la mía!».
Le acercó la Madre una imagen del S. Corazón de Jesús y empezó su última hora de guardia, después de la cual
recomendó a la misma que extendiese esta devoción y cuantas prácticas
contribuyen al mayor conocimiento y amor del Corazón de Jesús.
Lo restante de aquella mañana la pasó dando a cuantas nos acercamos a
ella, muestras de su dulce caridad y amor, y haciendo que aproximásemos el oído
a sus labios, depositaba en nuestro corazón las últimas palabras que del suyo salían,
inflamadas en el amor de Dios, y en el ardiente deseo del bien de nuestras
almas.
A las 11 dijo a sus dos Consiliarias [M. María Teresa Orti y Muñoz y M. María Isabel Méndez
Casariego] que estaban a su lado haciendo vanos
esfuerzos para contener sus lágrimas: «Me
van a encoger el corazón... ¿Creen que yo no siento el separarme? pero, Dios lo
quiere! y ya saben lo que yo deseo que queden alegres y dispuestas a todo».
Una de ellas dijo entonces suspirando: «Ay, Madre mía! ¡alegres!». La otra, más
para consolarla que por pensar en aquel momento que pudiera volver a tener
alegría, le dijo: «Sí, Madre mía, vamos a estar muy alegres en Dios!». La
enferma no contestó de pronto, mas prosiguió al cabo de un rato: «¡Qué consuelo tan grande me ha dado con lo
que me ha dicho! ¡sí! tienen que estar muy alegritas y dar sus premios, hacer
sus funcioncitas, pues estos ayuda para conservar y atraer nuestras pobres
chicas».
Poco a poco fueron acabando sus fuerzas. A la 1 ½ de la tarde, debió
comprender que era llegada la hora; movió la mano como para bendecirnos, y al
mismo tiempo despedirse de nosotras con un gesto tan expresivo, que dijo mejor
que con palabras, que era terminada su carrera en aquel momento. Tomó en sus
trémulas manos el crucifijo y una fotografía de la Virgen que tenía siempre
sobre su cama, las acercó a su pecho, inclinó su cabeza sonriendo y dicha la
jaculatoria: «Jesús, María y José estad
conmigo los tres», voló su alma al Cielo por el que tanto había suspirado.
Sólo bendecir a Dios en medio de nuestra pena, y vuestro santo recurso,
Madre mía, pueden en estos momentos confortarnos y sostenernos.
Vos desde la gloria nos veis a todas alrededor de vuestro venerable
cadáver derramando amargas lágrimas porque al deciros: ¡Madre! ya no nos
respondéis como solíais. Esperamos que vos nos alcanzaréis el aliento enviándonos
una gota de consuelo y nos levantaremos de ahí para proseguir vuestra obra, y
así como vos sacrificasteis por ella hasta el último instante de vuestra
existencia así queremos nosotras dar gloria a Dios y al Instituto
santificándonos en él, y sabiendo amar a costa de nuestra vida, las sirvientas
que el Señor nos encomiende, que son todas las que quieren pertenecer a sus
Colegios; así probaremos, madre mía, que somos vuestras hijas si seguimos
vuestras huellas.
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