P. Isidro Hidalgo y Soba SJ (1832-1912) |
El día 23 de enero de 1912, envió M. María Teresa Orti telegramas a todas las
casas del Instituto para comunicar a las religiosas que había fallecido en
Madrid, esa misma madrugada, el director espiritual, el confesor, el asesor, el
padre, el amigo, el que había seguido, animado, cuidado e impulsado la fundación y el
desarrollo de nuestra Congregación: el P. Isidro Hidalgo y Soba. La Madre General
dispone que en todas las casas se apliquen los mismos sugfragios que se ofrecen
cuando fallece una religiosa del Instituto. A partir de entonces, y durante
muchos años, se mantuvo la costumbre de celebrar como fiesta el día 15 de mayo,
porque era el onomástico del P. Hidalgo.
Isidro Hidalgo y Soba nació en Revellinos de Campos, provincia de
Zamora, el 23 de marzo de 1832, y fue bautizado el día 28 en la parroquia de
Santo Tomás Apóstol. Ingresó ya sacerdote en la Compañía de Jesús el 19 de
agosto de 1862.
De 1867 a 1873 enseñó Teología dogmática, Historia eclesiástica y
Liturgia en el Seminario Central de Salamanca. Profesó el 2 de febrero de 1874.
En julio de 1875 fue destinado a Madrid, como superior de la residencia
jesuítica de Tabernillas, 2, y Capellán Mayor y Confesor de las religiosas del
Primer Real Monasterio de la Visitación. A partir de este momento, el P.
Hidalgo, tiene siempre su residencia habitual en Madrid.
Con la M. Javiera Guillelmí, Salesa del Primer Monasterio de Madrid,
fundó el P. Hidalgo, en varias comunidades de religiosas en España, la “Triple
Alianza en el Sagrado Corazón de Jesús” en la que tres religiosas se unían para
tributar culto y amor al Sagrado Corazón por
medio de la fiel y constante guarda de los votos santos, y no menos fiel y
exacta observancia religiosa, y para desagraviarle de las ofensas con que le
hieren las mismas que forman su pueblo elegido. La Asociación tuvo un particular arraigo en algunos monasterios de
Carmelitas Descalzas y de Salesas, y en las congregaciones de Carmelitas de la
Caridad, Esclavas del Sagrado Corazón y Hermanas del Servicio doméstico.
Apóstol infatigable del culto y devoción al Sagrado Corazón de Jesús,
fue nombrado por el Cardenal Moreno, el 5 de mayo de 1883, primer “Director
General de la Archicofradía Española de la Guardia de Honor del Sagrado Corazón
de Jesús”, cargo que desempeñó hasta su muerte.
Al leer su nombramiento como Director de la Archicofradía de la Guardia
de Honor, el P. Hidalgo se sintió impulsado a consagrarse totalmente y con voto al divino Corazón, para hacerlo reinar en España
y sus dominios, mediante la nueva devoción. Con permiso de sus superiores
emitió el voto el 31 de julio de 1883, y, a partir de entonces, se convirtió en
infatigable apóstol y propagador de la devoción.
En el mes de julio de 1875, apenas llegado a Madrid, el P. Hidalgo,
empezó a predicar y confesar en el Asilo de Sirvientas. En el mes de agosto se
encargó de la dirección espiritual de las cinco señoras que para entonces
convivían dentro del Establecimiento: doña María Eulalia Vicuña, viuda de
Riega; Vicenta María López y Vicuña; doña Emerenciana de la Riva; doña
Concepción Fernández de los Ríos, viuda; y doña Patrocinio Pazos y Zarargüeta.
A principios del mes de septiembre, con rápida intuición y asombrosa
habilidad decidió que la vida de aquel grupo debía formalizarse, por lo menos
en lo correspondiente a la obediencia, eligiendo entre ellas una superiora.
El P. Hidalgo ayudó y aconsejó a santa Vicenta María en el proyecto de
elaboración de las Constituciones, aunque era de parecer que debía ser ella, después de oír las observaciones de
personas competentes, la que había de elegir lo que le pareciera preferible
para su Instituto, pues como Fundadora del mismo había de esperar del Espíritu
divino especiales luces que difícilmente concedería a los demás, por estaba
convencido de que se necesita
especialísima asistencia del cielo para empresas de este género, y el íntimo
convencimiento de no recibir impulso para ello.
Su preocupación por el afianzamiento y la buena marcha de la
Congregación le llevó a insistir en que la Madre Fundadora redactara unas
reglas para el nuevo Instituto y concedió a las Hermanas el privilegio de poder
comulgar cada día mientras la Madre realizaba su trabajo.
La colaboración del P. Hidalgo fue decisiva para la fundación de la
nueva Congregación religiosa. Mientras la Madre Fundadora decidía, junto con el
beato María Sancha el modelo de hábito, las insignias y otras cuestiones, el P.
Hidalgo se ocupó de la elaboración del ceremonial.
El día 11 de junio de 1876, junto al Beato Ciriaco María Sancha, Obispo
auxiliar de Toledo, a D. Manuel Velasco, secretario del Obispo y a D. José
Pascual y García, capellán de la casa de sirvientas, asistió a la ceremonia de
toma de hábito de la Madre Fundadora y sus dos primeras compañeras, con la que
nacía la nueva congregación.
El P. Hidalgo, que animó e impulsó con particular ardor la expansión de
la Congregación fuera de Madrid, dirigió un retiro a las que iban a fundar en
Zaragoza, como preparación a la misión que se les encomendaba.
De la comunidad de Zaragoza se despidió santa Vicenta María, por última
vez, el día 23 de abril de 1890, con unas palabras que se grabaron a fuego en
sus corazones. Las hermanas las refirieron al P. Hidalgo y él las recogió para
nosotras en su biografía de la Madre Fundadora:
Les digo, desde el fondo de
mi alma y con el amor más tierno de mi corazón, que se amen las unas a las
otras como Jesucristo nos amó, y como yo las amo a todas, y con la gracia de
Dios espero amarlas hasta el fin; y sepan que no me contento con que se amen
unas a otras con verdadero amor, sino que deseo además que amen con el mismo
amor a todas las almas redimidas con la sangre de Jesucristo, y especialmente a
las Colegialas, a quienes, después de Dios y de mis Hijas, amo con el amor de
la más tierna madre, y a ellas especialmente, para gloria de Dios y para
ejemplo que imitarán mis amadas Hijas, he consagrado mis haberes y mi vida.
Doña María Eulalia soñaba con una capilla cuando compraron la casa en
la calle de la Bola y sufría por no tener medios. El P. Hidalgo dijo que se
compondrían y la capilla se haría. Doña María Eulalia sabía que cuanto
emprendía la vivacidad del P. Hidalgo llegaba a puerto. El Padre consiguió
muchas limosnas de señoras y donativo de algunos sacerdotes. Y la capilla se
hizo.
En la inauguración de aquella capilla celebró el P. Hidalgo sufragios
por el alma de doña María Eulalia que no pudo verla terminada. Allí celebró
también la última Misa para a comunidad antes del traslado a la calle de
Fuencarral.
El día que la Casa Madre se instaló en Fuencarral, el P. Hidalgo
recorrió todas sus dependencias para bendecirla y celebró la primera misa para
las Hermanas dejando el Santísimo Sacramento en un Oratorio provisional.
Cuando santa Vicenta María propuso al P. Hidalgo ocuparse de empezar a
escribir la historia de la Congregación durante su convalecencia en Burgos, él
no solamente aprobó la idea sino que la mandó escribir.
El P. Hidalgo vivió con especial afecto y preocupación los últimos días
de la vida terrena de Santa Vicenta María. El día 25 de diciembre de 1890 no
quiso retirarse a su residencia y pasó la noche en la Casa Madre para poder
asistir a la Madre Fundadora si es que llegaba el final en aquellas horas. A
las cinco de la mañana del día 26 celebró para ella la Eucaristía en el
oratorio y le dio la última comunión sacramental de su vida.
Tras la muerte de Santa Vicenta María, el Padre cobró, si cabe, mayor
interés por las Hermanas, por la obra apostólica y por todo lo que tenía que
ver con la Congregación dentro y fuera de Madrid.
Él, que había redactado la Memoria del Instituto para el I Congreso Católico,
celebrado en Madrid en 1889, decidió hacer el mejor regalo a la Congregación
escribiendo la Vida de a Madre Fundadora dedicada a todas sus hijas. A su
muerte, los jesuitas entregaron el libro a M. María Teresa Orti y el P. Jaime
Pons SJ se encargó de fundirlo con el que había escrito M. María Teresa para
sacar a la luz, en Barcelona el año de 1918, la segunda edición de que nosotras
conocemos como escrito por sus contemporáneas.
El P. Hidalgo fue, sin duda, el primer promotor de la Causa de
Beatificación y Canonización de Santa Vicenta María. Dos días del año, el 26 de
diciembre y el 5 de abril, fue fiel a una cita junto al sepulcro de la Madre
Fundadora en la capilla de la Casa Madre reclamando en aquellas fechas flores
frescas junto al sepulcro de la que, desde el cielo, seguía dando vida e
impulso a la Congregación por ella fundada y por él tan mimada.
Santa Vicenta María no pudo enviar algunas Hermanas a América y el P.
Hidalgo murió sin ver realizado aquel sueño que él compartía, sin duda como
nadie.
El P. Hidalgo falleció en Madrid, el día 23 de enero de 1912, en la
residencia de la calle de Santa Isabel, donde compartía comunidad con San José
María Rubio.
El P. José María Torrero, en la necrología que escribió a la muerte del
Padre, relatando sus últimos momentos, le denomina “propagador de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús”, a quien
había consagrado su larga vida. Indudablemente ese aspecto de su
espiritualidad, identifica como ningún otro la figura de un hombre sin gloria
humana, impulsor de fundaciones y obras apostólicas, director espiritual de
figuras relevantes, entre las que se cuentan: Santa Rafaela Porras, Santa
Vicenta María López, el Beato Ciriaco María Sancha, y la Venerable Paula
Delpuig.
El mismo P. Torrero, en una visita a la comunidad de Córdoba les relató
la muerte del P. Hidalgo y la cronista de la comunidad conservó en el Tumbo sus
palabras:
Principió diciendo el P. Torrero, que a
muchos había sorprendido la muerte repentina del P. Hidalgo; pero que a él, por
tener los aposentos inmediatos, y con ello ocasión de observarle más de cerca,
la venía presintiendo. Dormían ambos Padres en el segundo piso, tabique por
medio, y habiendo de subir desde la Iglesia, 52 escalones hasta llegar a aquel,
el P. Torrero se apercibió de la fatiga que le producía al Padre aquella
subida, y temeroso de que a mitad de la escalera le ocurriese algún accidente,
se quedaba por la noche para ir muy despacio detrás de él. Decía éste Padre que
el Padre Hidalgo por su edad (dos meses le faltaba para cumplir los 80 años) no
tenía obligación de bajar a la Iglesia con la Comunidad antes de acostarse; que
él hizo notar al R. P. Prepósito cuánto se fatigaba, quien le contestó, que
conociendo el fervor y observancia del Padre, había de hacerle sufrir más
privarse de este acto que el subir la escalera y no se decidía a prohibírselo.
El día que precedió a la muerte de nuestro
amado Padre, no se le notó nada extraordinario; estuvo en el recreo tan animado
como siempre, pero cierto que, como día el Padre Torrero, tenía un gran catarro
y mucha tos. Este Padre como de costumbre, le siguió por la noche y decía que a
mitad de la escalera le sintió un ruido extraño en el pecho que le puso en
cuidado y más porque e Padre subía muy despacio, pero que el terminar de subir,
apresuró el paso aún más que de costumbre y esto le tranquilizó. Al llegar a la
puerta de su aposento, se paró y volviéndose a él, le hizo seña de que apagase
la luz. El P. Hidalgo estaba encargado de esa operación y por amor a la pobreza,
decía el P. Torrero, y por cumplir con su deber se quedó en la puerta hasta
verla apagada y que al pasar por delante de él le hizo una inclinación como
dándole las gracias. Luego sintió, a esa de las once, que se acostaba el Padre
y ya él se durmió tranquilo. El P. Hidalgo se levantaba diariamente de tres a
tres y media de la madrugada ocupando aquel tiempo en hacer su oración y en
prepararse para celebrar, bajando a decir la santa Misa a las cinco cuando la
comunidad se levantaba.
Aquella última noche se sintió mal a las dos,
con una gran fatiga, no obstante, creyó se le pasaría y por su gran caridad no
quiso molestar al P. Torrero y pasó solo, como tantas otras veces así lo había
hecho, en sus enfermedades y achaques, aquella hora, preludio de su agonía.
A las tres como de costumbre de vistió, pero
al terminar de vestirse se sintió tan mal, que hubo de llamar con tres golpes,
según tenían convenido, en el tabique que le separaba del P. Torrero. Este
Padre creyó le llamaban por ser la hora de costumbre; pero al oír a los pocos
momentos otros golpes más fuerte y apresurados, pensó “algo le ocurre al Padre” y contestó con voz fuerte “ya voy”.
A los pocos segundos estaba en el aposento
vecino encontrando al paciente vestido y echado sobre la cama con una grande
fatiga: “¿Qué le ocurre, Padre mío?” –
“Estoy muy mal, creo que es la agonía” – “No se apure, esto se pasará” Le
contestó: “No, no me apuro, estoy muy
conforme con la voluntad de Dios: llame V. al P. Ropero y vuelva pronto”. (El
P. Ropero es médico).
Salió el Padre a oscuras por no saber dónde
estaban las llaves de la luz, llegó al aposento del Padre Ropero, volviendo
apresuradamente al lado del enfermo, el cual habíase quitado la sotana y estaba
echado. Al verle de nuevo le dijo:
“Ahora, Padre mío, confiéseme”. El P. Torrero para acercar más su oído al
Padre sin que éste tuviera que moverse se puso de rodillas al lado de la cama y
así escuchó su confesión general que duró unos ocho minutos, en la que, dice el
padre, se veía una conciencia pura y limpia. Terminada la confesión, el
confesor le dijo: “Padre, vamos a hacer
ahora un acto de perfecta contrición” y entonces cruzando aquel sus manos
sobre el pecho, levantando sus ojos al cielo y encendido su semblante dijo: “Dios mío, os amo y me pesa de todo corazón
de haberos ofendido, de haberos ofendido, me arrepiento de todas mis culpas”.
Le di la absolución, decía el P. Torrero, y entre los dos cumplimos la penitencia que consistía en repetir:
Jesús, María. El Padre preguntó:
“¿Ésta es la penitencia?” y al contestar que sí, añadió: “Y José también ¿verdad?”. – “Ahora Padre,
siguió diciendo el enfermo, hábleme del Corazón de Jesús, a Él he consagrado mi
vida entera, a Él consagro también esta hora”.
Al Padre Torrero le llamó la atención que el
enfermo dirigía su vista hacia la Iglesia. En todo esto transcurrieron unos
diez minutos y entre tanto llegó el P. Ropero el cual dispuso darle unos
maniluvios de mostaza.
Salió el P. Torrero a procurárselo, cogió agua caliente de una estufa allí
próxima y fue a llamar al enfermero para que le diese la mostaza. Al volver vio
al P. Ropero en el tránsito dando palmadas y gritando: “La Unión”. Vuelve el Padre a procurarla, pero como tampoco sabía
dónde se guardaba, acudió al P. Prepósito el que en breve se presentó con ella
en el aposento del moribundo. Estaba el Padre con los ojos cerrados como
dormido, pero se conocía que la vida se acababa por momentos, y de tal modo
temía el Rdo. P. Prepósito que diese en aquel instante el postrer suspiro, que
le ungió en la frente, según suele hacerse, en previsión de que no diese tiempo
a ungir todos los sentidos.
Con el ruido natural que estas cosas
producen, varios Padres se apercibieron de que algo anormal ocurría y
levantándose acudieron al cuarto de nuestro Padre Hidalgo, el que momentos
después entregaba su alma en manos de su Criador, sin el menor estremecimiento,
antes al contrario, con grandísima paz y suavidad.
Mientras el P. Ropero estuvo solo con el
enfermo, cuenta que le dijo: “a ver,
hijo, (había sido confesado suyo antes de ser religioso) si me das algo para que me reanime para decir la santa Misa, o único
que sentiría es no poderla celebrar”. También le dijo las palabras
siguientes que el P. Ropero tuvo la buena idea de apuntarlas para conservarlas
íntegras: “Me entrego al Corazón de
Jesús, a quien toda mi vida he amado con todo mi corazón”. Y también anotó
el P. Ropero estas otras: “No he sido
gran pecado, pero siento mucho, como Hijo de la Compañía, no haber trabajado tanto
como debiera un Hijo de San Ignacio y pero eso pido perdón a mis Superiora:
pídalo por mi a todos”.
Al terminar el P. Torrero su relación, añadió
que había podido observar que el P. Hidalgo, bajo sencillas apariencias, había
practicado la virtud en grado heroico, sobresaliendo en la exacta observancia,
que buenas pruebas dio de ella en sus últimos momentos, pues teniendo aprobada
su costumbre de comenzar a las tres y media su hora de oración, no dejó de
levantarse a su hora de modo que ni hubo que amortajarle.
Su caridad, decía el P. Torrero, era perfecta, y prueba de ello dio también
en sus últimos momentos, no queriendo molestar a su hermano hasta que sintiose
enteramente morir. A este propósito dijo un Hermano, que desde que había
descansado al padre de ciertas ocupaciones y tenía menos visitas y trabajos
apostólicos, se empelaba mucho en ayudar a los Hermanos en el refectorio y
otros oficios manuales y que un día le cogió cierto Hermano cuando iba
escaleras arriba cargado con un talego de pan.
El P. Torrero añadió que el fervor del P.
Hidalgo no tenía límites, y que Dios N.S. quiso premiárselo concediéndole en
aquellos últimos momentos una contrición perfectísima demostrada exteriormente;
y por último dijo que a los que mueren en gracia, el Señor les concede la vista
clara de aquellas personas y obras en que se han ocupado e interesado durante
su vida y que por esto no sólo no se pierde su protección sino que se obtiene
de ellos otra mucho mayor, más perfecta y eficaz que la que prodigaron aquí,
porque entonces solo podían ver lo exterior y de lo interior, poco e
imperfectamente, y desde el cielo lo ve co n claridad sin temor de equivocarse.
Gracias,Señor,porque tenemos un gran santo en el cielo gozando de la presencia del Creador. P. Hidalgo desde el cielo sigue intercediendo por la Congregación a la que tu ayudaste a que se consolidase nuestra obra en favor de nuestra jóvenes mas necesitadas.
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