sábado, 11 de agosto de 2012

Santiago de Chile abre un nuevo centenario...



Imagen de la Inmaculada.Iglesia RMI Santiago
El día 12 de agosto de 2012 ha sido el elegido por la comunidad de Santiago de Chile para abrir las celebraciones del I Centenario de la llegada de las Religiosas de María Inmaculada a la ciudad. Hace cien años, el 12 de agosto de 1912, un puñado de Hermanas nuestras vivían tranquilas en sus respectivas comunidades, ajenas a lo que en muy breve iba a marcar un antes y un después en sus vidas y en la historia de la Congregación.
M. María de los Desamparados Molina, había ofrecido a M. María Teresa Orti su disponibilidad para formar parte de la primera expedición a América cuando llegase el momento. Eso debió ser en septiembre de 1911 mientras estaban reunidas en Madrid por el V Capítulo General. Es obvio que no podían sospechar, ni M. María Teresa ni M. María de los Desamparados, todo lo que iba a ocurrir en el arco de dos años.
M. María de los Desamparados Molina
La generosidad de M. María de los Desaparados Molina y Puig Dodero fue aceptada por la Madre General que, no solo la puso al frente de la primera expedición en septiembre de 1912, sino que en julio de 1913 la mandó a cruzar la Cordillera para llevar nuestro servicio apostólico hasta la Iglesia en Chile.
Exterior de la Iglesia
Para conocer algo de aquel viaje, me parece más oportuno callar... y dejar que la misma M. María de los Desamparados nos lo cuente, tal y como lo dejó ella narrado en las crónicas de la casa de Santiago. Mientras dejamos que M. María de los Desamparados nos narre el viaje, nuestro corazón eleva un sentimiento y una oración de acción de gracias al Señor por estos cien años de vida de la Congregación en Chile y por cada una de las que los han hecho posibles.



 De Buenos Aires a Santiago de Chile
M. María de los Desamparados Molina RMI

Si se tratase de una nueva fundación en nuestra España empezaríamos este capítulo por el día en que llegamos a la población donde hubiese de fundarse la nueva Casa; pero como esta sale tanto de los límites de lo ordinario no se puede perder ni uno de sus detalles pues que tan claramente se nos manifiesta en ellos la intervención divina. Empezaremos, por tanto, desde nuestra salida de Buenos Aires que fue en la mañana del 27 de Julio de 1913, después de despedirnos de aquella Capillita, de aquel Sagrario, en que también habíamos aprisionado a nuestro dulce Dueño, y de buscar en Él el aliento necesario para emprender la nueva misión que se nos confiaba y de abrazar a aquella tan amada Comunidad. Su actual Superiora, la Rvda. M. María Magdalena de Pazzis, recién llegada con las Religiosas destinadas a aumentar el número de las que habían de quedar a su lado y las que habrían de componer la de esta, con la M. Asistente, María de San Estanislao Mir, y la H. María del Redentor Fando, nos acompañaron no solo a la estación, sino que aún nos dieron el consuelo de seguir acompañándonos hasta la primera y próxima de Palermo, perteneciente aún a Buenos Aires, donde fue ya preciso darnos el último abrazo. Dos chicas nos siguieron también, una hubo de apearse en dicha estación, más la otra, Balbina García, antigua colegiala de nuestra Casa de Madrid, la primera fue que nos recibió en la Argentina, saliendo del Puerto en una barquilla que gobernaba por sí misma, pues tiene una verdadera veneración por nuestro Instituto, así que a pesar de nuestra oposición aún nos siguió en el tren hasta la de Mercedes, a pesar de que tenía que esperar en ella dos o tres horas al que necesitaba para regresar, no nos fue posible convencerla y allí quedó llorando desconsoladamente… ¡Pobres chicas! Hay en sus corazones tesoros que el mundo desconoce y que de conocerlos le harían más temeroso, más cauto en procurar la ruina de estas criaturas, que generalmente le superan en mucho por la nobleza de sentimientos, que revelan aún en medio de sus faltas y defectos. En cuanto a Balbina, aunque de carácter excéntrico en demasía, sigue siendo buena y muy apreciada en la Casa donde ha servido varios años en la República Argentina. ¡Qué efecto nos hizo cuando en Montevideo recibimos sus respetuosos y tiernos rengloncitos su primer saludo! y ¡qué impresión de agradable sorpresa cuando apenas entramos en el Río de la Plata vimos balanceándose alrededor del vapor que nos conducía y dando vueltas en torno suyo aquella navecilla que parecía medio cascaroncito de nuez al lado de un coloso, al que se acercaba sin temor alguno, como si nada le impusiese, ni nada viese en ese momento más que a sus Madres, las Madres de su Colegio, como dicen ellas, las Religiosas Hijas de María Inmaculada; y no porque supiese las que venían, ni viniese entre nosotras ninguna de las que le son más conocidas, sino por vestir el mismo hábito que aquellas, por pertenecer al Instituto donde había encontrado ese afecto verdadero y desinteresado que el mundo desconoce y que ellas perciben y alcanzan a comparar, a pesar, generalmente, de la natural susceptibilidad y cortedad de inteligencia y de la fuerza de las pasiones inherentes a sus circunstancias y traicioneros halagos de la parte más corrompida de la sociedad, de los astutos agentes del enemigo de las almas; pero basta de digresiones y volvamos a nuestro interrumpido relato. Quedó llorando la pobre Balbina y sin dejar de saludarnos hasta que nos perdió y la perdimos de vista, que fue muy pronto, más que por la velocidad del tren y el denso humo que despedía su máquina porque… ¿a qué ocultarlo? nuestros ojos estaban velados en el momento de alejarnos más y más de todo lo que nos es más caro y conocido, encontrándonos ya ante lo completamente desconocido y solas tres pobres Religiosas; pero… ¿dije solas? Solas no, no hubiésemos tenido ese valor que nos comunicaba el mismo por quien arrostrábamos tan difícil empresa, el mismo que nos acompañó en la travesía, el mismo que nos sigue acompañando, nuestro Señor y Dueño, nuestro amado y Pastor. Si, percibimos claramente, y percibimos, con la dulzura de su presencia y del eco de su silbo, sus tiernos cuidados, la luz de su mirada y el calor de su Sagrado Corazón; y ocultándonos en este amoroso recinto hallamos en Él alientos para todo, nuevas energías, nueva vida, nuevo ardor para seguir nuestro camino sin volver la vista al parado, sin arredrarnos por el presente y sin dudar del porvenir, sintiendo en nuestras almas el bálsamo de sus consuelos, la atracción de sus imanes, las esperanzas del sus promesas y el talismán de sus bendiciones.
Todo lo expuesto en el parrafito anterior sentimos, más que pensábamos, en esos momentos, y así, instantáneamente dominada la impresión natural, nos miramos sonriendo, ocupamos nuestros asientos y como al salir de Palermo habíamos rezado a San Rafael y la letanía de los Santos, después de hablar un poquito sobre lo que acababa de suceder y el panorama que se extendía entre nuestra vista, viendo al mismo tiempo, aproximarse el medio día, hicimos nuestro examen y terminado abrimos la cestita de provisiones que con tan solícito esmero nos habían preparado nuestras Hermanas de Buenos Aires. Nada faltaba, allí no solo había cuanto pudiésemos necesitar con carecer de nada sino a más, unos regalitos, y todo previsto y arreglado con esa delicada solicitud que se inspira en el verdadero y dulce sentimiento de la fraterna caridad. Otra vez se nublaron nuestros ojos, más dominándonos de nuevo y animándonos unas a otras, hicimos honor a los manjares con tanto esmero preparados, y después de dar gracias y descansar breves momentos rezamos vísperas terminando el día en agradable recreo y pudiendo seguir, durante el mismos, nuestras horas acostumbradas de rezos y comidas en completa libertad, porque íbamos solas las tres y nadie había de molestarnos, en nuestro departamento, pues que estos se comunican por medio de pasillos exteriores y cada cual puede cerrar su puerta, teniendo en el interior de los mismos, camas y cuanto puede necesitarse. En el nuestro había cuatro de aquellas que se convierten en asientos, según conviene. No podíamos ir más cómodamente. ¡Qué diferencia del viaje a Egipto y Belén! ¿Qué cosas hacéis Dios mío!
Antigua locomotora en la Estación de Mendoza
Antigua Estación de Ferrocarril en Mendoza
En el camino recorrido este día hallamos que no son las estaciones como las de nuestra España, ni se nota en ellas la vida y animación de aquellas; allí se oyen las voces de los empleados que anuncian el nombre de la localidad y el tiempo que se ha de detener el tren o llaman a los viajeros para volver a él, o cambiarse a otro, mezcladas con las de vendedores de agua, frutas, golosinas y periódicos, más los silbidos de las máquinas… ¡qué se yo! Aquí nada, solo el silbo, o campana que anuncia la entrada y la salida, en medio del más absoluto silencio. El que lleva una Guía de Ferrocarriles (que por cierto son bastante deficientes) o ve el letrero en que dice el nombre lo sabe y lo calla, guardándolo para sí, mientras el que no, continúa su marcha con las ganas de saberlo. Nosotras llevábamos Guía; pero solo marcaba los puntos principales y las alturas sobre el nivel del mar, que es en Mendoza 753 metros y en la Cordillera en las Cuevas 3.190, en Caracoles 3.189 y continúa del descenso hasta finalizar el viaje que en dichas estaciones salimos de la misma y la vamos dejando atrás con sus nieves y empezamos a ver verdear los riscos y correr ríos y arroyuelos y pacer ganados mucho más lindos que los de la Argentina porque la vegetación es muy hermosa y abundantes. De Caracoles a los Andes se tarde 3,80 horas y se encuentra a 800 metros, y en Santiago estamos a 520. ¡Es subir y bajar! y, sin embargo, ni aún en la mayor altura habíamos salido de la falda de las montañas… ¡Siempre bordeando el precipicio cual fiel imagen de nuestra peregrinación por la tierra! Y para que nada faltase a esta simbólica figura, en el pico más alto y central se halla una magnífica del Redentor con los brazos abiertos y la cruz en una de sus manos; pero esto no lo alcanzaba nuestra vista y lo supimos mucho más tarde y ya en Santiago. Hecho este pequeño paréntesis vuelvo a tomar la interrumpida narración desde el punto en que hicimos nuestro trasbordo. Decíamos que nada venden en las estaciones: pero en el tren lo mismo en el argentino que en los chilenos llevan cuanto puede necesitar el viajero, aunque muy preferible es llevarlo de la propia Casa, como lo llevamos nosotras; por lo menos lo más esencial; más ahora que aún estamos en el argentino veamos los panoramas que en él se nos iban presentando, algo monótonos, en verdad, pues solo se veían bastísimas llanuras en que pacía muchísimo ganado caballar y vacuno, y algo de lanar; pero este último muy escaso en comparación de los otros. No se veían las bonitas posesiones que abundan en nuestro suelo, ni esas místicas moradas que en el imprimen tan poético encanto; nada, llanura y ganado, ni aún pastores, ni siquiera el sitio donde pudiesen recogerse aquellos animalitos, escuálidos en su mayoría, por la escasez de pastos, que estaba bien de manifiesto la pobreza de la vegetación en todo ese trayecto; en el que buscábamos inútilmente las elevadas torres que allí nos señalan el Cielo y los sitios donde su Rey y el nuestro tiene sus Sagrarios en la tierra; y no poca pena sentimos al no hallarlos, más nos consolábamos contemplando el gran Sagrario, la celeste bóveda en que lució en todo su esplendor el Sol durante el día y las estrellas por la noche; en la que tomada la cena y hecho el examen, cerrando nuestra puerta durmieron dos tranquilamente, en tanto que la otra velaba, casi toda, con igual tranquilidad, pues que nos acompañaba el mismo que nos enviaba y así, reclinadas en los divanes, porque preferimos esto a acostarnos, estuvimos hasta que amaneció, hicimos la oración, desayunamos y a las 6 (hs) llegamos a Mendoza, donde habíamos de trasbordar, y efectivamente allí nos esperaba un tren muy corto, solo dos coches y un restaurante; pero ¡qué coches! no había divisiones, como en el otro ni más que asientos, de dos en dos enfrentados y divididos por estrechísimos pasillos, no se sabía si pertenecían a 1ª, 2ª o 3ª; todo era igual. Las ventanillas llevan gruesos y dobles cristales, más sus persianas, los calentadores van en la parte alta, y nada más. Señoras, solo una con su esposo y un niñito de muy corta edad; los demás todos hombres, y todos en silencio se entretenían leyendo libros y periódicos. No podíamos temer preguntas indiscretas porque nadie habla, ni aún para aquellas atenciones tan de nuestra España; todos van como solos, o como si fuesen palos, lo que nos dejaba cierta agradable libertad, puesto que no fijábamos la atención de nadie.
En Mendoza cambiaron de tren
Como llevábamos veinticuatro horas sin tomar nada caliente y la M. María Victoria de Jesús, tan animada en el otro tren, parecía en este empezar a languidecer, pedimos café con leche, lo tomamos calentito y con esto se confortó la materia. Los espíritus estaban muy confortaditos… ¡Llevábamos tan buen guía! Y el día era espléndido, ni una nube en el firmamento nos velaba por ningún lado su magnífico manto azul; y el tren marchaba, subía, bajaba, tornaba a subir y en rápidos giros y revueltas se iba internándose en la montaña, mientras que esta parecía crecer a nuestra vista con la más altiva arrogancia hasta mostrársenos por completo en su majestuosa grandeza, y al tiempo que por un lado perdíamos de vista sus elevadísimos picos, no alcanzábamos a divisar por el otro el fondo de los precipicios, a cuyo borde casi marchábamos. Y montañas y precipicios engalanados con blanquísima y regia vestidura de compacta nieve, tanto que no permitía divisar ni un grano de tierra, ni una piedrecilla, ni más que las cruces que sobre ello se erguían en algunos parajes como para pedirnos una oración por las pobres víctimas de desgraciados accidentes, y entre los riscos, medio enterradas en los pliegues de su heladora túnica, alguna que otra desmantelada casucha, a cuya puerta jugaban, con la misma, pequeños y desarrapados salvajillos. De trecho en trecho se hallaban brigadas de indios que separan la nieve, para dejar vía libre, después de cortada esta por una máquina que nos precedía.
La Cordillera desde Mendoza
El panorama era grandioso, deslumbrador, realzaba el sol la blancura de la nieve y ambos el límpido azul del cielo y esto en extensión indeterminada; pero como todo lo grande, no podía menos de resultar imponente, que siempre impone lo infinitamente grande a lo infinitamente pequeño, la majestad de Dios a la débil y pobre naturaleza humana. El alma, por su origen divino, puede sobreponerse, más no por eso deja de sentirse en la materia la misma flaqueza de nuestra natural condición. Así a las tres nos imponía, aunque cada una a su manera; más sin embargo callando esto procurábamos animarnos mutuamente. M. Victoria de Jesús se esforzaba en dominar esta impresión y hasta convencerse de que no lo sentía, por animarse y animarnos, sin duda, más no pudo sustraerse a sus afectos; que así como el día anterior iba tan animada y comió perfectamente, este apenas probó bocado, no pudo rezar el oficio por el mareo que sentía y que no la dejaba casi abrir los ojos, ni hablar palabra; solo decía, que cuando en cuando: Madre ¿cuándo nos veremos cerradas en nuestra Casita? No puede tardar mucho esto, le contestábamos, no sin desearlo de igual manera, y tanto más cuanto que la pulsamos y hallamos calenturienta. H. María Antonia, como nacida y criada en país muy montañoso, no sentía tanto estas impresiones, aunque no del todo pudiese evitarlas, y pareciéndola que, por los años y flaqueza propia, había de hacérseme más sensible que a ninguna, me abrumaba a fuerza de cuidados, de manera que no parecía pensar en otra cosa. Por mi parte, aunque no sentí mareo alguno, por lo que pude hacer, rezos, lecturas y comidas igual que el día anterior, en el interior me sentía viva y doblemente impresionada; el espíritu sobrecogido de admiración, gozoso de poder contemplar estas maravillas y confiado cada vez más y más en el que nos las mostraba y acompañaba; en esto como mis Hermanas; pero la materia creo que la más atemorizada, por ser la más flaca, por lo que hubiese decaído el espíritu, con la misma, no hallarnos tan confortadas como nos hallábamos por nuestro Señor, cuya presencia nos dejaba sentir más que nunca; cuál Pastor solícito cuidando y acercándose a sus ovejas tanto más cuanto más flacas nos hallaba y más entre breñas nos íbamos metiendo para su servicio y por su amor… Pero ¡qué bien sabe compensarlo todo! Grande es su poder y majestad y que lo muestra el real sello que imprimió en toda la creación, más aún la supera en mucho su generosa magnificencia!
Admirando todo lo expuesto íbamos internándonos en la Cordillera y como tenía tanta nieve quitaron el coche restaurante, por acortar el tren poco después de medio día, a cuya hora habíamos tomado una sopa especialmente por M. Victoria de Jesús, que apenas tomó otra cosa, y la Hermana y yo terminamos la comida con lo de nuestro cestito, que bien provisto iba y nada podía sernos más grato.

Via del Ferrocarril a través de la Cordillera

 La nieve parecía cada vez más densa y el tren subía, salvando curvas con maravillosa destreza, y así llegamos a vernos varias veces casi como enterradas en aquel inmenso sudario, que llegaba por uno y otro lago hasta cubrir caso todas las ventanillas, cuyos dobles cristales iban cerrados, crujiendo porque el tren la oprimía a nuestro paso, y salpicándonos de gotas de agua que filtrábanse por las rendijas todas de los coches; y así llegamos, salvo algunos pequeños túneles, a lo que llaman defensas, pasadizos de zinc que impiden que uniéndose la nieve sepulte a los viajeros, pues que en ese caso quedaría por cima de estas y el convoy hallaría en su seno el peso libre; aunque en él también algo penetra y se veía bastante. Así de una en otra y entre alturas y precipicios, el sol poniente cambió de pronto la blanquísima vestidura de unas y otros en un color de rosa pálido, cual si al ocultarse detrás de las montañas se despidiese engalanándolas con los cambiantes de sus fulgores; y el cielo seguía sin perder su purísimo azul, sin que la más ligera nubecilla lo empañase; grandioso espectáculo que contrastaba con nuestra miseria, pues a pesar de tanta maravilla y beneficios de nuestro Señor, que parecía había de tenernos insensibles, absortas e incapaces de otro sentimiento, sentíamos, sin embargo, cierto cansancio material que nos hacía anhelar la terminación del viaje, por lo que
Los Caracoles
entre las Cuevas y Caracoles pasado el gran túnel que dicen ser el mayor del mundo y en el que estuvimos 20 minutos, y otras nuevas defensas más ya descendiendo y perdiendo de vista poco a poco la nieve; ya fuera de la Cordillera vimos con gusto anochecer, tachónase el firmamento de estrellas y la proximidad de los Andes, donde habíamos de descansar en una Casa de nuestro Señor y darle gracias ante uno de sus Sagrarios, lo que no tardamos en conseguir, pues que felizmente llegamos, detúvose el tren y fuimos obsequiadas por la primera