miércoles, 24 de mayo de 2017

Triduo en honor de santa Vicenta María - día segundo

Himno a Santa Vicenta María (II)


Llenen los aires nuestros cantares,
himno grandioso eleve la voz
a la Madre mil veces bendita
ejemplo excelso de fe y de amor.

Tu corazón sediento se moría
de la sed que Jesús tuvo en la Cruz,
sed de llevar al mundo en su agonía
los dulces resplandores de la luz.

Haz que esta sed la sienta el alma mía,
para llevar las almas a Jesús,
y como premio logre yo algún día
subir al cielo donde moras tú.

Cuando yo era niña, si ocurría la muerte de un menor, de un adolescente o de una persona joven aún, oí muchas veces una expresión que me sorprendía: Si es que se tenía que morir; era tan bueno que no era para este mundo.
Cuando empecé a conocer algo la Congregación y supe que Santa Vicenta María había vivido solamente 43 años, 9 meses y cuatro días… resonó la frase en mi interior; cuando luego fui leyendo y releo algunos de los testimonios de personas contemporáneas suyas, vuelve siempre a mi memoria el recuerdo de aquella expresión de mis paisanos y pienso… “si es que se tenía que morir…”. Santa Vicenta María murió ahogada por la disnea; pero, tengo para mí que la verdadera causa fue otra… la santa Madre murió ahogada por la misma sed que la mantuvo en vida y activa durante los años que sufrió la tuberculosis.
Cuesta entender que sufriendo esa enfermedad en una época en la que los paliativos servían de poco, fuera capaz de hacer tanto viaje, de soportar tanta responsabilidad, de sacar adelante tanto negocio, de superar situaciones tan adversas, de no perderse de ánimo cuando los problemas la superaban y no encontraba soluciones…
No sabemos quién le contagió la tisis, aunque podamos sospecharlo, pero nunca pasará de una sospecha. Sí sabemos, en cambio, quién le contagió esa sed insaciable de almas y de cielo, que la inflamaba en amor, que la urgía al servicio, que le hacía olvidarse de sí, también en medio de sus dolencias, para pensar en los otros: en la Iglesia, en sus hijas, en las chicas, en los bienhechores del Instituto…
Cuando santa Vicenta María era una niña, cuentan que lloraba ante la imagen del Cristo de la Columna en su Cascante natal. Aquella imagen puede emocianar hasta las lágrimas incluso a un adulto… pero no quiero vanalizar lo que el Señor pudo comunicar al corazón de aquella niña. Cuando nos acercamos a sus apuntes espirituales, en muchos momentos, se tiene la impresión de que la Madre Fundadora hacía aquellas contemplaciones ante la Imagen de su Cristo atado a la Columna, y le dolía… y se dolía…
Viendo a Jesús azotado, despedazado, coronado de espinas, crucificado, ¿quién querrá regalos y gustos? Viva yo crucificada con Vos. Vos ultrajado por los sacerdotes, soldados y toda clase de gentes, con todo género de ignominias, ¡y pretenderé yo estimación! ¿Ha de ser el siervo más que su Señor? Preciso es estar dispuesto a sufrir desprecios en vista de los de Jesús; pero, Dios mío, ¡qué repugnante es a la naturaleza! En fin, si trabajo por adquirir humildad, me será más fácil. El Señor me enseña en el huerto, a sufrir las penas interiores, pues tan terribles las sufrió; ¿y yo no querré padecer una pequeña desolación?
Jesús, clavado en una cruz, todo hecho una llaga por mí: ¿y yo no me sacrificaré en correspondencia justísima? Renuncie a todos mis gustos y abráceme con la cruz.
Pero santa Vicenta María no era una mujer plañidera de nostalgias o recuerdos del pasado… Su encuentro con Cristo es un prolongado presente que le permite reconocerle allí donde Él sufre, allí donde Él espera alivio porque  «cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis».
Santa Vicenta María sabía bien dónde y cómo se prolongaba ante sus ojos la pasión de Cristo y en qué manera podía ella colaborar para que tanto sufrimiento no fuera en vano:
…, Vos, Señor, despedazado con los azotes, traspasada vuestra augusta cabeza con las espinas: ¿y por quién? Por mis pecados. ¿Y no será esto bastante para comprender su gravedad y obligarme a sacrificarme con Vos, siendo yo el culpable? Ya que parece que no tengo en mi mano mortificar este cuerpo, conozco que me debo aplicar intensamente a la mortificación interior, reprimiendo mis impaciencias, sujetando la arrogancia y apego que tengo a mi propio juicio, ocultando cualquier cosa buena que haga, y no dando oídos a las alabanzas. Todo lo conseguiré, si no aparto la vista de mis pecados, del infierno que tengo merecido, de lo que a Vos os han costado, del conocimiento de que nada bueno puedo tener de mí misma; pues, en todas las cosas, lo que a mí me pertenece, son las faltas e imperfecciones. Dios mío, me esforzaré a trabajar para que estas criaturas os sirvan, y así sean para ellas también útiles vuestros intensísimos tormentos.
… …
Lo que sí quiero hacer, Dios mío, es trabajar sin descanso en procurar que estas pobres criaturas vivan bien y se salven.
Santa Vicenta María vive en su misma carne la Pasión, porque el Señor quiso asociarla a ella… y responde a esa gracia con dolor: dolor de una enfermedad que mina su cuerpo y agota sus fuerzas físicas; dolor porque no escapa a calumnias y malos entendidos; dolor porque el Señor le presenta una inmensa mies para cultivar pero no le envía operarias suficientes; dolor intensísimo porque no todas las chicas responden a la acción benéfica de la gracia como sería de esperar; dolor porque en el Instituto no reina la más perfecta caridad a la que ella y sus hermanas han sido llamadas; pero por encima de todos ellos, hay un dolor que neutraliza todos los demás: dolor de amor, que le permite superar cualquier otra pena y ofrecer todo su padecimiento en aras del más perfecto cumplimiento de la voluntad de Dios para ella y para cada una de las personas que el Señor le confía; dolor de amor que la lleva a identificarse con el mismo amor que llevó a Jesús a la Pasión y  la muerte:
¡Con cuánto amor ha padecido mi Señor su Pasión y muerte por mí! Bien decía el apóstol: la caridad de Cristo nos apremia a que vivamos sólo para Aquel que murió por nosotros. Sí, Dios mío, al ver en Vos tanta generosidad, quiero yo tenerla para hacer y padecer cuanto Vos queráis; pero, con prontitud, con alegría y con afán de corresponder a tal bondad y cooperar a la obra de la Redención.

Vos, Señor, dais la vida por mí: pues yo quiero vivir solo para Vos, trabajando por aprovechar al prójimo, correspondiendo así, de algún modo, a vuestra infinita caridad.

Si he de ser la Esposa de Cristo Crucificado, he de conformarme con El.

Hoy, queremos pedirle que su enseñanza nos valga, que su ejemplo nos anime, que su dolor de amor se nos contagie, que como ella nos consideremos obligadas a ser tan del todo y de solo Dios, como debemos ser todas las que formamos el Instituto de Religiosas de María Inmaculada; porque también nosotras queremos «llevar las almas a Jesús», y porque esperamos y anelamos, un premio inmerecido: lograr «algún día subir al cielo donde» mora ella y con ella, todas las que nos han precedido.

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